JACINTO S£NAV£NT£ Ca ciudad alegre y confiada c o >«1 E U I A ^r-> -tres cciadros y \^x~\ prólogo CONSIDERADOS COMO TRES ACTOS (Segunda paite de LOS iNTEBESES CREADOS) Copyright, by Jacinto Benavente, 1916 SOCIEDAD DE AUTORES ESPAÑOLES Calle del PradOy míktnm 24 LA CIUDAD ALEGRE Y CONFIADA Epta obra es propiedad de su autor, y nadie po- drí, sin su permiso, reimprimirla ni representarla en España ni en los países coa los cuales se hayan ce^e brado, ó se celebren en adelante, tratados internado nales de propiedad literaria. El autor se reserva el derecho de traducción. Los comisionados y representantes de la Sociedad dt Autores Españoles son los encargados exclusivamente de conceder ó negar el permiso de representación y del cobro de los derechos de propiedad. Droits de representatlon, de traductlon et de repro- duetlon reserves povr tous les pays, y comprls la Sué- de, la Norvége et la Hóllande. Qneds hecho el ot^póslto que marca I9 ley. GOIvI EDI A eri tres cusclros y un pr<¿logo CONSIDERADOS COMO TRES ACTOS 2.» parte de Los intereses creados DE JACINTO BENA VENTE Estrenada en el TEATRO LARA el 18 de Mayo de 1916, -en el beneficio del primer actor y director D. Emilio Thuillier *• MADRID -R. Ve'asco, impresor, Marqués de Sania Ana, 11, dup. THLáFONO, NOMBRO 5SX 19 16 ^ Cmilio c^/iuiííier REPARTO PERSONAJES ACTORES LAURO. . . c Seta. Abadía. SILVIA MoNEEÓ. JULIA Pardo. LA SEÑORA POLICHINELA ... Alba. COLOMBINA. Sea. Sánchez Akiño. GIRASOL Seta. Gelabeet. DAMA 1.a Heebeeo. ídem 2.a Gaecés. EL DESTERRADO Se. Thotlliee, CRISPÍN Ramírez. ARLEQUÍN Manrique. EL SEÑOR POLICHINELA Moea. PUBLIO. Pacheco. LEANDRO Peña. PANTALÓN IsBERT AURELIO Balagueb. FLORENCIO OzoRES. HOSTELERO.. Mihuea. CAPITÁN I . _ MOZO 1.0 j ^^'^^^- ÍDEM 2.0 , Alemán. Damas, caballeros, mozos de hostería La acción en un país imaginario Derecha e izquierda, las del actor PRÓLOGO EL DESTERRADO Vuelve el tinglado de la antigua farsa. Al tr^í^oeteo y los chirridos de la carreta desvencijada, a tirones penosos de una muía anatómica, endosados los desteñidos colori- nes de sus trajes escénicos, se entra por la plaza del lugar la farándula. Si el dia es triste, con cerrazón de tor- menta o entoldado el cielo de nubes o sucia polvareda de ventisca y en el lugar es día de trabajo, y el año fué de calamidades, y la gente mohina no está para fiestas ni farsas, nada mas triste, descolorido y lacio que la carreta farandulera, í?in la luz del f?ol que avive sus colorines, sin vítores que pre^a^ien monedas, sin mozos que palmeteen a las damas, ni mozas que sonrían a los galanes, ni muchachos que aturdan al gracioso con griterío. Bajo la pesadumbre de un cielo, como lona mojada, al horizonte tierras sin promi- sión; entre las casas color de barro, sin hu- mear las chimeneas, porque están sin lum- bre los hogares y vacías las ollas bajo el hu- mero, la farándula pasa, y es una tristeza más en la tristeza... — A buena parte vienen, — piensan todos. ¿Quién les habrá engañado? Y los pobres faranduleros ni a mirarse se atreven unos a otros corridos y afrentados. 607885 — 8 — Mas si el día es alegre y el raso azul del cielo se desgarra en resplandor de luz vi- brante y es fiesta en el lugar, y las tierras en torno son como cañamazo que bordan los olivos de plata y los trigales de oro, de lu- ciente esmeralda los viñedos, y bumean los hogares y los hornos con sabroso olor de cochura, y es todo señal de abundancia, hen- chidas las paneras, repletos los arcones de hogazas, y, bajo la campana, en las cocinas, en sarta los pemiles y embutidos... Entonces, al llegar la carreta, acude la gente bulliciosa y todo es palmoteo y alborozo. La luz des lumbradora, anima los colores desvahídos, enciende lentejuelas y talcos, y la pobre fa- rándula se viste del esplendor triunfal del f día; la polvareda misma que la envuelve a 1 su paso, es el plumaje de una nube de oro en ascensión gloriosa, y los faranduleros, hijos vergonzantes de Apolo, pueden creerse en aquél punto transfigurados, como si la carreta desvencijada, fuera el mismo carro del Dios, que es Dios del Sol y de la Poesía, y, por serlo, es piadosS con todas las criatu- ras, y más si son sus hijos artistas y poetas, y son pobres y humildes. Por donde pase, adonde se encamine, hoy sabe la farándula, que es todo el mundo lu- gar de miseria, todos los días tristes. Y, aun- que de alegrar a las gentes vivimos, no pre- tendemos hoy regocijaros. Aún no sabré decir si a vuestro aplauso no preferimos hoy vuestra indignación, por- que tal vez heñios de disgustaros, porque acaso sobre el estruendo del bombo y los platillos, pregón de nuestra farsa, suene es- tridente y clara trompetería, que, si no al juicio final del mundo, a nuestro propio jui- cio nos reclama, mientras el juicio final lle- .U'^^^ ga. Entre los muñecos y fantoches de cartón y trapo, ya conocidos vuestros, veréis ahora algún hombre que hablará como hombre para espanto de los muñecos. Y ved a cuánto fuerza la costumbre; como ya conocéis a los fantoches de nuestra farsa y son tan viva imitación de verdaderos hombres, ahora tal vez el hombre verdadero os parezca un mu- ñeco y los muñecos más hombres que nun- ca. Ni habrá de qué asombrarse si así fuera. Los muñecos son todo resortes, dobleces y junturas; como se yerguen, se doblegan; como se alzan, se arrastran, y esta flexible facilidad es el mejor remedo de lo humano. Estos muñecos son hombres que saben vi- vir: los hombres listos que todos conocemos. El hombre verdadero os parecerá en cambio con rigidez inflexible, sin coyunturas, poi- que alienta en él un noble espíritu y es todo frente y todo corazón. Su voz sonará sobre todas las voces de la farsa con palabras de profecía. Y este es el temor de quien com- puso esta nueva farsa de hombres y muñe- cos. ¿Qué es un profeta mientras sus profe- cías no se cumplen? Enfadoso agorero, agua- ñestas insoportable. Y si a costa de ver cum- plidas sus profecías de i ninas y de estragos habrá de ser su gloria, nunca sea profeta, quédese en agorero. Mas si juzgáis enojoso el aviso, estimadle a lo menos por bien in- tencionado. Hoy la farándula no pretende vuestra risa. (Todo el mundo es teatro de tragedi^y si el arte mismo no puede ser hoy serenidad, si no quiere parecer inhumano, ¿cómo puede ser bufonada sin parecemos un insulto al dolor y a la muerte? Con todo, aún pudierais reir de 1 a misma gravedad nuestra. Y siempre tendríais razón y vuestra risa tal vez fuera una razón más de las razo- nes que hubo para escribir esta farsa, cuyo título se halló en libro santo, en palabras proféticas, que dicen: «Esta es la ciudad alegre que estaba confiada, la que decía en su corazón: yo y no más, ¿cómo fué su aso- lamiento?» Y fué el asolamiento de la ciu- dad alegre, tal vez porque juzgó la profecía como farsa y despreció el aviso entre risas y burlas. Si la intención del temeroso aviso es bue- na y así el temor no salga nunca cierto, ¿no juzgaréis la farsa profecía? FIK DEL PROLOGO .;#««tíbS^?flg^ft/=^&1R. V«2/ CUADRO PRIMEJRO Terraza de una hostería. Al fondo, el río y jardines. Es de noche; Iluminación para una fiesta. ESCENA PRIMERA HOSTELERO. MOZOS DE LA HOSTERÍA, entrando por la segunda derecha HosT. ¡Listos, muchachos, listos! Es la hora y no tardarán en llegar los señores poetas. Cuidad que no falte nada y que el señor Arlequín quede complacido. La fiesta de esta noche ha de inmortalizar mi nombre y el de mi hostería. ¡Ahí es nada, que el señor Arle- quín y los poetas y gaceteros, amigos suyos, hayan escogido mi casa para celebrar esta fiesta en honor de la hermosa Girasol, la bailarina, que es tanto como si el Magnífico honrara mi casa con su presencia, como ya la honró en tiempos. . Mozo 1.0 Sí, cuando quisisteis llevarle a galeras a él y a su amo, el que hoy es yerno del señor Po- lichinela. HosT. ¡Calle el lenguaraz! Todos saben que mi casa y mi hacienda estuvieron siempre al servi- cio del señor Crispín y del señor Leandro,. — 12 -- Mjzo 1.0 HOST. Mozo 2.0 Mozo 1.0 HosT. Mozo 1.0 HosT. Mozo 2.0 HosT. Mozo 1.0 Mozos HosT. y ellos, por bu parte, cuando se vieron en grandeza, no olvidaron el desinterés conque les serví siempre. Y hoy mismo, con ser quien es el señor Crispín, el Magnífico no paga por delante de mí sin saludarme con la más afectuosa cortesía. En cuanto al señor Leandro, ya sabéis cómo honra mi casa con frecuencia. Y cómo ^asta y triunfa con el dinero del señor Polichinela. Por mucho que gaste no llegará a empobre- cerse. Mientras le viva el suegro. Todos dicen que dentro de poco entre el Magnifico y el señor Polichinela, tendrán todo el dinero de la ciudad. ¡Silencio! En mi casa no quiero murmura- ciones. Yo vivo con todos y nunca he vivido mejor, ¿de qué puedo quejarme? |Yal Como cuando vais al mercado os im- porta poco que haya subido el pr.-cio de todo, porque compráis para vender a los que tienen dinero... ¡Si tuvierais que comprar como nosotros para mantener una mujer y muchos hijos... ¡Baí-tH, dije! Lo único que no sube de precio es nuestro trabajo. ¡Basta de insolencias! Si no os conviene... Ya lo sabemos: que no tardaríais en encon- trar quien os sirviese por menos. Hay mu- cha hambre en la ciudad. Y ya se sabe, cuando todo está más caro, los hombres es- tán más baratos... ¡Eso, ee-o! Bien se advierte que los discursos y las ga- cetas del señor Publio os han levantado de cascos en estos díat?. ¡Sois unos infelice.^! Cuando el señor Publio quiere que gritéis por esas calles y plazas contra el gobierno de la ciudad, es porque necesita que los go- bernantes os tapen la boca, a vosotros y a él. Solo que a vosotros os la taparán con mordaza o con plomo y a él con dinero o cosa que lo valga. ¿Cuándo aprenderéis? ^^Desgraciados! — 13 — Mozo l.o ¿Quién nos enseñará? ¿Ni de quién podre- mos fiarnof-? El señor Fublio, siquiera, dice las verdades... HesT. El que dice la verdad suele andar desnudo, como ella. Y él ya veis que anda muy bien vestido. No es culpa suya, que no levantaría él tantas tempestades si no hubiese quien le ofreciera tridente de oro para aquietarlas después de levantadas. ESCENA II DICHOS y EL DESTERRADO,, que aparece por la stí?uuda derecha Dest. Tenéis razón, amigo. Es que de ese oro que amansa tempestades nadie pide cuentas. Se prodiga en non^bre de la tranquilidad pú- blica y la tranquilidad pública es el mejor narcótico para disponer del tesoro de la ciudad, sin que a nadie le duela, Pero esa tranquilidad no envilece tanto al que la ven- de como al que la compra... HosT. ^Eh? ¿Quién sois?... ¿Estáis invitado a la fiesta^^ Esta noche no puedo admitir a nadie en mi casa. Dest. ¿Tan cambiado estoy que no me conoces? Es verdad. Pasa el tiempo. Tu hostería tam- poco es la que era, aquél pobre albergue a la entrada de la ciudad, junto al río, sin estos jardines que ahora hermosean sus orillas. Tú no has cambiado mucho. Antes que tu. ca&a te he conocido a ti. Y de mí, ¿no re- cuerdas? HosT. Sí .. tú ere«... Pero no es posible .. tú eres... Dest. ¡Chis! ¡Calla! El Desterrado, no tengo otro nombre... HosT. Andad allá dentro, muchachos... ¿Qué mur- muráis? ¡Buenos estamos! (Salen ios mozos por la- derecha.) Sí, eres tú... Y ¿no temes que te des- cubran? So> tu amigo, pero no querrás com- prometerme con tu presencia. Si te hallaran aquí... creerían que yo... Dest. No tiembles. . Ahora veo que tú también has cambiado. Verdad que eres protegido- — 14 — del Magnífico. Olvidaba que todo lo que eres se lo debes a él. HosT. Por eso mismo, no puedo acoger en mi casa a su mayor contrario, su mortal enemigo. El Magnífico te desterró y puedes agrade- cer que se contentara con desterrarte, por hablar contra su gobierno, por amotinar al pueblo en contra suya... ¿Cómo te has atre- vido a dejar tu destierro? Dest. Tranquilízate y mira... El sello con las ar- mas del Magnífico, permitiéndome volver a la Ciudad, a mi patria querida... HosT. ¿Su perdón? ¡Y aún dirás que no es grande y generoso! Dest. v Diré lo mismo q'ie he dicho siempre, que, con ser como es, aun vale más que el pue- blo que le soporta. Ese pueblo que murmu- ra sin cesar contra sus gobernantes, ponién- dose a su nivel, pues los conoce y permite que le gobiernen. Y no contentos con mur- murar la verdad, como si la verdad no fue- se bastante, aún añade calumnias y calum- nias, a sabiendas de que lo s:>n, de que no podrían probarse. Y esto ya es ponerse más bajo, mucho más bajo; que si murmurar la verdad aun puede ser la justicia de los débiles, la calumnia no puede ser nunca más que la venganza de los cobardes. HosT. Dices bien. Yo te aseguro que no hay razón para culpar al Magnifico, que nunca hubo en la Ciudad tanto dinero ni se gastó con tanto garbo. Dest. Eso dices porque el dinero entra en tu casa, que es casa de alegría y holgorio... Pero creo que, por fuerza, ha de sentirse el mal- estar ocasionado por esa terrible guerra, en- tre las más poderosas ciudades de Italia, repúblicas y señoríos, el temor de vernos • envueltos en una contienda, cuyo resul- tado no será nunca satisfactorio para nos- otros. HosT. Según quien venza... Dest. ¡Ilusiones! El vencedor creerá que se lo debe todo a sí propio y no será amigo de nadie; el vencido creerá que nadie le ayudó como debía y será enemigo de todos. Uno y — 15 — otro solo aguardarán la ocasión de imponer- se a los débiles; el vencedor por afirmar sa triunfo, el vencido por desquitarse de su derrota. HosT. ¡Bahl Kl Magnífico es hombre hábil y sabrá sortear todos los peligros. Dest. Pero, ¿tú crees que son los hombres, que es la política, que pon las mismas armas, lo que previene y decide las guerras? Sí, hay en toda guerra un motivo aparente que solo engaña a los cronistas vulgares... Un pique de amor propio entre dos soberanos, un desaire a un embajador, unas leguas de te- rritorio fronterizo disputadas... ¡Bahl... Pre- textos risibles, buenos para entretener la historia del día.' Bajo estas causas super- ficiales, hay razones más hondas, de interés, de competencia, de rivalidad en comercio y manufacturas ,. Y todavía no son estas las verdaderas causas, que, sobre todo esto, hay en toda guerra, lo que solo a lo largo del tiempo se percibe, como desde muy lejos, como desde muy alto, el designio provi- dencial, el predominio de un pueblo sobre los otros pueblos, de una raza sobre las de- más razas, de una idea nueva sobre ideas caducas. Por eso, cuando mira-i desde cerca esta guerra de ahora, te apasionas, te exal- tas, porque todo te dice, odio, sangre, vio- lencia, y te inclinas al uno o al otro lado, pones también odio y violencia de tu parte sin saber de qué lado están la razón y la justicia. Pero si lees, con la serenidad que sólo da el tiempo, en historias de guerras que pasaron, verás que en todas ellas, aun las que fueron humillación y vencimiento de tu patria, triunfó siempre lo que debe triunfar... la idea de Dio.-^, que para triun- far en el mundo se vale siempre de los fuer- tes... y ten entendido, aunque por fuerza de brazos o armat se manifieste, que la verda- dera fuerza es la espiritual, que solo el espí- ritu es quien pone en las espadas luz de in- teligencia, en las inteligencias temple de espadas. , . x?. HosT. Yo no entiendo ni quiero entender tus üio- — 16 ~ Sofías; lo que sí sé es que nadie quiere la- guerra. Dest. y ¿basta no quererla? HosT. Nosotros vivimos en paz con todo el mun- do. Y no podrán quejarle unos ni otros de nueí-tros buenos oficios, que con todos ne- gociamos y a todos proveemos de lo necesa- rio. Dest. Y muchos se enriquecen. Lo sé. Por lucrar- se hoy empobrecerán mañana. Hoy venden a buen precio lo que mañana han de nece- sitar y no podrán hallarlo a ningún precio. ¡Ay del que atesora del tesoro de la Ciudad! que caando la Ciudad se pierda, ¿dónde es- conderá su tesoro? HosT. Vuelves a tus predicaciones. Aún no has escarmentado. Dest. Ni escarmentaré nunca. Por eso no hubiera vuelto si no hubiera sido por mi hijo. HosT. ¿Tienes un hijo? Dest, Sí, del que no debí separarme al salir deste- rrado. ¡Era tan niño! ¿Qué hubiera sido de él? ¿Cómo exponer su vida a los azares, a la miseria de mi vida errante? Quedó aquí con un tío suyo, hefmano de su madre, enemi- go mío. Nada he sabido de él en tantos años. No me permitían comunicación con nadie de la Ciudad. Ni mi nombre Jlevará de seguro. Y, ¿qué habrán hecho de él? ¿Qué habrá en su alma? ¿En qué podré co- nocer que es mi hijo? HosT. Yo no sabía que tal hijo tuyo hubiera en la Ciudad. Sin duda, como dices, no lleva tu nombre. Dest. El nombre del Desterrado no era un nom- bre. HosT. Y, ¿cómo ha tido el perdonarte el Magní- fico? Sin duda hay alguien que te quiere bien cerca de su persona... De otro modo no te hubiera levantado el destierro... ¿Tú no sabes?... Dest. Con el perdón recibí esta carta, sin firma... La letia parece de mujer, sólo dice: «Ben- decid a quien sin conoceros os ama, solo porque sois padre de quien no puede ser mi enemigo ..» — 17 — HosT. Esa carta... No conozco la letra, pero... Dest. ¿Sabes tú?... HosT. ¿Saber? No... Pero... tal vez... si... tal vez sea tu hijo el que. . Dest. ¡Mi hijo! ¿Qué quieres decirme?... HosT. A mi casa acuden a diario muchos jóvenes de las mejores familias de la Ciudad. Entre ellos hay uno de quien se dicp, se murmu- ra, que está en amores con la hija del Mag- nífico, la hermosa Julia. Una hija que el Magnífico hubo allá en sus mocedades y se trajo consigo cuando su antiguo amo, el se- ñor Leandro, al casart-e con la hija del se- ñor Polichinela, le puso en estado de gran señor, del que ha sabido alzarse, hasta la Señoría de la Ciudaa. Dest, ¡Imposible! ¡Mi hijo! No... Su tío no era más de un mercader; por mucho que haya pros- perado, no es posible que su situación per- mita a mi hijo enamorar a la que es tanto como una princesa, porque no menos que un príncipe soberano es el Magnífico, su padre. HosT. ¿Quién era él? ¿Quién era su amo cuando enamoró a la hija del señor Polichinela? El Magnífico no puede asombrarse de nada... Dest. Y, ¿dices que ese joven de quien se dice que está en amores con la hija del Magní- fico, viene alguna vez a tu casa? HosT. No faltará a la fiesta de esta noche. Dest. ¿Tienes fiesta esta noche? HosT. Una fiesta de locos. Los poetas festejan a la hermosa Girasol, la bailarina que tiene al- borotada a la Ciudad con sus danzas. No puedo invitarte porque esta noche no soy el amo de mi casa. Pero si quieres ver sin ser visto, desde cualquiera .de esas ventanas puedes atisbar cuanto se te antoje. Valdrá la pena, porque es gente de ingenio, y la Girasol es hermosa. Vendrán también da- mas ilustres enmascaradas, y personajes, y, ¿quién sabe? Es tanta la curiosidad, que tal vez el Magnífico en persona no deje pasar la noche sin presentarse por aquí, como un buen ciudadano. El tiene en mucha estima a los poetas, que él sabe son lenguas de la 2 — 18 — fama y conviene estar a bien con ellos para librarse de sus sátiras... Y aun si quie- res, cuándo la concurrencia sea más nume- rosa, observar más de cerca, yo te daré una máscara y bien puedes salir y andar entre la gente sin ser notado. Dest. Así lo baré, que es mucha mi curiosidad, después de haberte oído.,. (Se oyen voces den- tro ) HosT. Pues entra, que ya oigo voces de esta parte. Y entretanto que la fiesta se anima, cenarás por n:i cuenta, por nuestra antigua amistad. Dest. Graciíis por todo. HosT. . No sé por qué, presumo quf» acabaron tus desventuras y tus andanzas. Tu perdón, esa carta misteriosa con letra de mujer... Mira que si por tin acallaras por ser consuegro del Magnífico, del que tanto has odiado... Dest. Bien se ve que en tu casa tuvo principio su grandeza. Sueñas con aventuran extraordi- narias como las suyas. Por si la-? mías no llegaran a tanto, conténtate con ofrecerme una c<-na frugal No me tratas como a con- suejiro df 1 Magnífi-. o. ¿Cómo podría yo pa- garte f^i no contara un día con su dinero, como él con^ó con el dinero del s ñor Poli- chireJH?.. Yo no llego como él llegó para engañarte. Mira n)i escarcela. Esta es la verdad. Yo no soy I rispín... HosT. ¡Qué importa, si tu hij» puede ser Lean- dro'r^... Kntra en nji rasa que tú cenarás esta noche romo si fueras el Magnífico... (Vause por la primera derecha.) ESCENA m ARLEQUÍN, lauro; AURELIO y FLORENCIO, por la segunda derecha Lauro - Llegamos los primeros. AuR. Es la hora mejor. Flor. Dei^pués la muchedumbre nos traerá su vul- garidad. Arl. Mucho temo que la fiesta sea un vulgar bu- llicio. Yo hubiera querido que fuera como — 19 - iin recogimiento espiritual, una meditación, una fiesta de melancolía. Pero ya visteis cómo Girasol torció el lindo gesto cuando se propaso que la fiesta fuera para nosotros solos. Flor. Girasol es una mujer vulgar. Arl. Como todas. A mí no me ha engañado. Pre- fiere el aplauso ruidoso de la multitud a la admiración recogida de los entendidos. A mí desde que todos la celebran, ya no me parece la misma. AüR ¡Qué diferencia cuando al presentarse en la ciudad la gente se burlaba de sus danzas! Arl. y el público la silbaba y hasta cayó a sus divinos pies alguna hortaliza... ¡Era admi- rable! ¡Sólo nosotros la comprendíamos! AüR Ha perdido todo su encanto. * Akl. El soneto que yo cincelaba para ella no pa- sará de los dos primeros versos... ¿En qué piensas, Lauro? Lauro ¿Se sabe si el Magnífico asistirá por fin a la fiesta? Arl. Pero si asiste no vendrá con su hija. ¿Ks eso lo que piensas? ¡Ah!, Lauro, ¡hombre felizl No te atormentes con e.«e amor que tú crees imposible, iíi Magnifico es tan grande, tan grande, que es capaz de casarte con su hija... Lauro No digas locuras. Arl. ¿Sabéis la última grandeza del Magnífico?... Flor. No me habléis del Magnífico. También se empequeñece. Su grandioso cinismo de otros tiempos degenera en vulgares conce- siones a la opinión. Arl. Ahora le ha dado por mantener la paz a toda costa. AüR. ¿Y qué puede hacer? La guerra sería un desastre... Arl. ¿Por qué un desastre? Para nosotros no pue- de haber desastre. Nos gobernarían los ve- necianos o los genoveyes y eso iríamos ga- nando. Flor. Para lo que servimos... Aur Para lo que significamos... Arl. Una ciudad abierta al mar por todas partes , y que no tiene barcos para su defensa... Flor. ¿Y qué barcos podemos tener?... — 20 — AuR ¿Y para qué los queremos? Flor. ¿Y soldados? ¿No es risible que ahora quie- ran que todos seamos soldados? Arl. ¿Para qué queremos soldados? ¿Qué tene- mos que defender? ¿Qué importa que todo se pierda? Una ciudad que sólo encumbra a los que no tienen ningún talento. Aquí son reputados famosos cuatro hombres vulgares- que ni siquitíia son conocidos en Venecia ni en Genova. Flor. De los que allí se reirían si los conocieran.. .- Arl. Lo único que podemos presentar al mundo son nuestras bailarinas, nuestros desbrava- dores de potros y nuestros mendigos... Eso sí... Es nuestro orgullo... Por eeo he querido yo que nos juntáramos en esta fiesta los únicos que aun no hemos perdido la clara visión de las cosas. AuR. Hay que elevarse sobre la ramplonería. Flor. Sobre los respetos vulgares. Arl. Sobre el patriotismo que quiere obligarnos a una estúpida admiración por todo lo- nuestro. AuR Pero, ¿qué nos piden que admiremos? Arl. Una ciudad que puede ser gobernada por un. Crispí n. AuR. Y un señor Polichinela. Arl. Que la gobiernan como se merece. Despre dándola. Que por fortuna nos llevarán a la ruina y entonces empezaremos a ser algo...- Plor. Cuando nos gobierne el extranjero... Arl. Cuando nos imponga una cultura superior. AuR Cuando nos enseñe a ser hombres... ESCENA IV DICHOS y el DESTERRADO por la segunda derecha Dest. Eso sí, desdichados... Todos ¿Eh? ¿Quién es? ¿Qué dice? Dest. Oá digo ¡desdichadot^l, porque no es vuestra- toda la culpa, de otro modo os diría [mise- rables! AuR. ¿Y- quién os mete a vos...? PioR. ¡Tened cuenta con vuestras palabras! — 21 — Dest. No os alborotéis. Miradme a la cara: soy un hombre. Vosotros sois muy niños o muy viejos. De cualquier modo me dais compa- sión y por compasión he de hablaros. Sólo vos, señor Arlequín, por vuestra edad de- bierais ser más razonable; pero la vanidad os pierde. Y aunque no os falta entendi- miento, sabéis que no es tanto como para asombrar a las gentes y os amparáis del desatino que siempre asombra y pasma, y más en los que como vos saben escoger su auditorio. Sazonada con vuestro ingenio, sembráis entre estos mozalbetes la mala se- milla de vuestra vanidad. Tenéis cargo es- piritual sobre ellos y... ved lo que hicisteis de esta juventud. Mirad mi rostro enrojeci- do de vergüenza al escucharos maldecir de esta noble ciudad, que es nuestra patria, al oir cómo no os importaría verla dominada por el extranjero, que vendría, como decís, a imponernos su cultura. ¡Desventurados! Si el extranjero cayera sobre nosotros, su cul- tura, sus libertades, sus sabias leyes, las guardaría para él, a nosotros nos trataría como se trata a los traidores, que, vencidos, sólo eon dignos de ser esclavos. ¿Es eso lo que ambicionáis? A cuánto llega la sober bia, pecado de los ángeles rebeldes; a cuán- to llega la envidia, pecado de las almas rui- nes... Porque eso sois, soberbios y envidio- sos. Cuando vuestra conciencia os da la me- dida de vuestra insignificancia, bueno es culpar a los demás de nuestro fracaso. ¿Qué habíamos de hacer? En patria tan mezqui- na no vale la pena de hacer nada. ¿Quién iba a comprendernos^^ ¿Quién hnbía de ad- mirarnos? Si en vuestra vanidad creéis que habéis hecho algo grande y no sois bastante estimados, decis: ¡Lástima valer tanto en tierra que vale tan poco! Cuando veis esti- mados y aplaudidos a los que trabajan con fe, a los que luchan con entusiasmo, enton- ces es la envidia la que os muerde, y por empequeñecer a los que valen, no dudáis en empequeñecer a vuestra patria. Y cuando soíb vosotros los que os dais ocasión al ex- — 22 — Arl. Dest. Arl. Lauro Arl. AuR. Flor. Lauro Arl. Lauro Arl. tranjero para menospreciarnos, queréis me- dir vuestro valor por el valor que nos da el extranjero. ¿A quién visteis que para asegu- rarse de la virtud de su madre para encontrar razones de quererla pregunte a los extraños?' ¿Qué pentais de mi madre? ¿Qué estimación hacéis de sus virtudes? ¿Cómo he de respetar- la? ¿cómo debo quererla? Pues tan indigno es pedir al extranjero razones para amar a nuestra patria. Ahora es cuando os hemos conocido, yo por lo menos, que estos mozalbetes como vos ios llamáis, por suerte suya no alcanzaron los tiempos en qpe vuestra ciceroniana oratoria era pasmo de las plazuelas. ¿Sabéis quién soy? ¿Qué otro pudiera ser? ¿No estabas desterra- do? Dicen que por medida de buen gobier- no; yo aseguré siempre que por medida de buen gusto. (Aurelio y Florencio ríen ) ¿Qué decís? ¿Este hombre es...? El tribuno de la plebe, un ;yrandilocuente orador como habéis podido apreciar. ¿No os ha conmovido? ¡Amigos, hay que ser patrio- tas, hay que creer que nuestra ciudad es la más grande, la más gloriosa de las ciudades, que sólo nosotros somos indignos de haber nacido en ella! (Se oye dentro una música.) ¿No OÍR? Esa música anuncia la llegada de Girasol. Girasol llega; vamos. Arlequín; vamos. Lauro. No, yo no; id vosotros. Espero aquí a un paje de Julia. Si su padre acude por fin a la fiesta, tendré aviso y... Y en ausencia del Magnífico entrarás por una puerta secreta en los jardines de su pa- lacio corno otras noches. Y habrá dulce plá- tica con la inocente Julia, tan inocente como su padre. |?eñor Arlequín, no os consiento...! Cuidado, joven, cuidado. Ya veo que pren- dió en ti el discurso del austero espartano. ¿Vas a defender contra mí la inocencia de la hija del Magnífico? Bien está; no te enfa- des. Yo proclamaré que no la hay más ino- — 23 — cente y candorosa. Por patriotisrao. ¿Te pa- rece bien? Por patriotismo. Todas las jóve- nes de la ciudad son inocentes y candoro- sas. Austero espartano, vuestro discurso nos ha convencido tanto, que vamos a saludar en Girasol, la bailarina, a la más pura gloria de nuestra patria. Dejemos a Lauro. Vamos, amigOF. (Salen Arlequín, Florencio y Aurelio por la izquierda.) ESCENA V EL DESTERRADO y LAURO Dest, Lauro Dest. Lauro Dest. ¿No vais con vuestros amigo?? Perdonad, señor, ien dije que debía esperar aquí; pero la verdad es que sólo me retiene el deseo de preguntaros... Adivinasteis mi d<-seo. Yo os responderé a todo, y por mi parte algo he de preguntaros también, i'or las chanzas que ti señor Arle- quín se ha permitido y al paiecer os ofen- dieron, pienso que sois el joven de quien me hablaron apenas llegué a la ciudad, el que... perdonad si también os ofende mi in- discreción, el que según dicen tiene amores con la hija del Magnifico. Señor, acaso os parezca jactanciosa pre- sunción de mi parte. No lo juzgareis así cuando sepáis la verdad. Ante todo, por ha- berme vi>to en compañía del n'eñor Arle- quín y de BUS amigos no me juzguéis como ellos ¿No me h beis visto avergonzado al oir con cuánta razón vuestras nobles pala- bras afeaban las suyas indignas? Lo que nos habéis dicho lo he pensado yo muchas ve- ces. Si yo lo dijera se burlarían de mí... {Corno el señor Arlequín y sus amigas son muchos jóvenes en la ciudad, muchos hom- bres también! Muchos, sí, pero no serán todos.,. Hay otros muchos, son los más, y lo creo; o quiero creerlo, que aun aman a su patria, que aun trabajan por ella con santo amor. ¿N'o es verdad? ^ 24 — Lauro Sí, son muchos; pero son los humildes, les silenciosos, los resignados... Dest. Los que sólo esperan la voz del hombre que hable por ellos, que haga callar por siempre esas voces que claman plañideras: jNada somos! ¡Nada valemos! ¡No hay esperanza para nosotros! Y así es la vida de nuestra patria, como un cortejo de enterramiento. Aun el que tiabaja y lucha todavía parece también como si enterrara su propio esfuer- zo y quisiera decirnos desalentado: Yo sé que nada se remedia, que es trabajo perdi- do mi trabajo. Y lo que debiera caer como siembra de esperanza en la vida, cae como paletada de tierra en sepultura... Y así van enterrando a nuestra patria... Lauro ¿Vos fuisteis desterrado de ella? JDesT. Sí; por amarla mucho. Y más que verme desterrado de ella, sentí que ella de mí se desterraba. Y fué mi tristeza como al apar- tarnos de su corazón la mujer por cuya felicidad hubiéramos dado la vida, y más que su desamor, más que su desvío, más que nuestra propia desgracia, sentimos, que al apartarnos de ella, ya nada podemos ha- cer por verla a ella dichosa. Y ya lo veis; ni la injusticia de los que me desterraron, ni lo que fué niás triste, la indifeiencia de los que debieron impedir mi destierro; la cruel- dad en los unos, la ingratitud en los otros, bastaron a quebrantar en mi corazón el amor a mi Patria. Desterrado de ella, ella ha sido mi único pensamiento. En todas partes hallé amibos, nobles protectores, pero como el poeta florentino en su destierro, también supe de la amargura que es el su- bir por escalera ajena... Todos eran bon- dadosos conmigo, como a uno de los suyos me trataban; y a pesar mío, siempre me sentí extraño entre ellos, y como nunca comprendí lo que es éste sentimiento de Patria, del que se burlan vuestros amigos... porque ellos creen saber la verdad de los males de la Patria... pero no saben la triste- za de haberla perdido y cómo la recordamos entonces con todos sus males. Y si los ma- — 26 — les fueran tantos que no hubiera disculpa para ellos, aún sabríamos redimirlos todos en nuestro recuerdo, al decir, con orgullo, como de una grandeza de nuestra patria, cuando otras grandezas no tuviera: Que no hay rosas como sus rosas, que no hay pues- tas de sol como las de su cielu... que, lejos de la Patria, al recordarla una flor, un cela- je, bastan para encender el corazón en amor patrio. Lauro Sí, cada palabra vuestra me asegura que sois... el que pienso que poís desde que os escucho, el que ya temo que seáis, con de- sear con toda el alma que no podáis ser otro. Yo no recuerdo de mi padre, pero sé que mi padre vive, y vive desterrado, como vos lo estuvisteis. Era yo muy niño, y al pasar por las calles de la Ciudad, acompa- ñado de algún servidor de mi tío, solía pararse delante de mí algún hombre de! pueblo, un viejo tal vez, tal vez un joven, y mirándome ñjo, me decía: todos hemos per- dido a nuestro padre. Tu padre era nuestra guarda y nuestro amparo, contra el poder y la injusticia de les grandes... Bien merece- mos cuanto nos sucede, que antes de con- sentir que saliera desterrado debimos morir todos... Y esto mismo lo oí muchas veces. Después... ya nadie me hablaba de mi pa- dre; yo preguntaba, y nadie respondía... Mi tío me prohibió por fin que volviera a pre- guntar nada. Nombrar a tu padre es traer la ruina sobre nuestra casa. Tu padre no volverá nunca, y si volviera, sería su muer- te, porque el Magnífico no tiene mayor ene- miie aclama porque tú necesitas asustar al Magnífico para que no te retire su protección^ algo rehacía en estos tiempos... Para asustar al Magnífico, y pnra derribarle si quisiera, me basto yo sólo. Y para levan- tar al pueblo en contra tuya, si no quieres ser mi amigo... Nunca. Pues esta misma noche sabrá el Magnífico y sabrás tú de lo que soy capaz... E>ta noche... no. . Dej^á'^o para mañana. La fiesta en mi casa .. So}^ un buen ciudadano que vive de su trabajo... No queráis per- derme... i.o mismo que dije al pueblo que volvías a defenderle, a combatir a mi Indo contra el Magnífico y la corte de traficantes que le rodea... Y estorba tus tráficos. ¿No es eso? La com- petencia es dura... Les diré que si te ha perdonado es porque te has vendido a él... y el precio es su hija... que él consiente en casar con tn hijo a cam- bio de tu sumisión y del prestigio que aún tienes entre el pueblo y hoy habrá termi- nado. Callad o... El mozo es arrogante, ya cuenta con el po- der del suegro... Nuevo Leandro de este Po- lichinela... Callad he dicho... — 31 Dest. Déjale... Nos conocemos. Y él lo sabe... PuBLio Sé que mejor te hubiera estado no volver nunca del destierro... porque ahora no será el Magnífico, será el pueblo (^uien te conde- na a muerte. No has de ser tú quien se in- terponga en mi camino. (Sale por la segunda de- recha.) HosT. ¡Señor, Stñor!... Ahora quisiera yo que el Magnifico no se dignara honrar mi casa. Vñ el pueblo se amotina... ¿qué será de mi casa?... Y el señor Publio es capaz de todo. ^;Por qué no aceptaste su amistad? Es mejor para amigo que para enemigo... Si 3-0 pudie- ra convencerle a lo menos por esta noche... ¡La fiesta de ios poetas! ¡(^on tantas señoras principales en mi casa! Lauro No tengas miedo... Las amenazas del señor Publio son siempre productivas. Dejnrían de serlo si pasaran de ser amenazas...' Todo su malestar es porque el señor Polichinela ha conseguido del Magnífico que se le permita vender todo género ^e m^^rcancías a los ve- necianos; el señor Publio quería vendérselas a los genoveses. Dest. ¡Son hombres listos, hombres emprendedo- res! Uon todo trafican, con todo negocian. Lo mismo venden las reliquias de nuestras glorias pasadas... pintura^ tapices, imáge- nes de palacios y tt-mplos, que trafican y negocian con todo lo presente y fodo lo fu- turo... Son muy listo.», muy hábiles... La ciudad se empobrece, la ciudad se arruina... Cuando la ciudad se hunda sobre todos... veremos si tienen la misma habilidad para salvarse ellos con sus hijos y sus riquezas... Entonces sí podremos decir que han sido hombres listos, que han sabido vivir... Ve- remos entonces si saben negociar con escom- bros y muertos. Cuando los escombros sean los de su casa y los muertos sus propios hijos... (cesan las voces.) íIosT. Calla, calla... No seas agorero... Todo estaba tranquilo en la ciudad y vienes a traernos la inquietud y la alarma .. Han callado las vo- ces... la fiesta se anima... ¡Señor! Que no ocurra nada esta noche. Mariana... mañana — 82 — Dest. Lauro HosT. Dest. HosT. Dest. no importa tanto; la gente estará cansada de la fiesta y no había de hacerse mucho nego- cio... Los pobres, que vivimos de los ricos, necesitamos que haya paz... sosiego, alegría. ¿No es una gloria ver que todo el mundo se alegra y se divierte? Ved. Aquí llega la her- mosa Giri.8ol, rodeada de sus poetas y del señor Leandro, que según se murmura está muy enamorado de ella. Vuelven tus amigos. No quisiera encontrar- me con ellos... Tampoco yo quisiera verles ahora... ¿Os vais? JjO deseas por tu tranquilidad y la de tu casa... Pero yo no puedo desairar la cena que me has ofrecido. Y que yo te serviré muy gustoso. Cenaré con mi hijo. ¡Nos debemos tantos años de ausencia!... (saien.) ESCENA VIII GIRASOL, COLOMBINA, LEANDRO, ARLEQUÍN, FLORENCIO por la segunda derecha AURELIO y Arl. Huyamos de la multitud. Busquemos el amable refugio de la intimidad. . GiR. ¿No vendrá por lin el iMagnífico? Arl. Es lo único que te interesa est^i noche. Te advierto, Girasol, que se malograrán tus en- cantos. Ai Magnífico no se le conoce favori- ta alguna. Es hombre práctico... CcL. (a Leandro.) ¿Vísteis fiesta más triste y abu- rrida? Como dispuesta por Arlequín y sus amigos. Los poetas imaginan muy linda- mente, pero realizan muy mal sus imagina- ciones. Lean. Tú debes saberlo, graciosa Colombina^ ya que siempre fuiste amada de algún poeta. ¿Tan desengañada estás de sus realidades? Col. Los detesto. No me dejéis, Leandro- vos no sois poeta y no decís tonterías como ellos. No saben que a las mujeres nos aburren los hombres que dicen tonterías. Adoramos en - 33 — cambio a los que las hacen... porque de eso vivimos. Lean. ¿Quieres decir que yo soy de los que las ha- cen? Col. Habéis regalado un collar de perlas a Gira- sol. Los poetas no regalan perlas: las aconso- nantan con verterlas, pero no las vierten nunca, como no sea en lágrimas, tan falsas como sus poesías. ¿De veras os importa mu- cho Girasol? Lean. Con locura. Y, dime, Colombina. Tú, que a tu buen talento añades la experiencia del mundo que heredaste de doña Sirena, ¿no me dirás hasta cuándo ee burlará de mi- Gi- rasol? Col Decid hasta cuánto y nos entenderemos. Lean. Ponga ella misma el precio. Col, Si sois vos quien se ofrece, el precio es a vos mismo; no es a ella; vos sabréis en cuánto podéis estimaros. Lean. En lo que ella estime mi amor. Col. Vuestro amor, en nada. Vuestra vanidad, que es la que pone el precio, en tanto como vos la estiméis Fero pienso que os causáis en vano. La virtud de Girasol no se rendirá por ahora. Lean. ¿Su virtud, dices? ¿No.se rindió otras veces? Col. Sí: pero ahora, ¿no sabéis que Arlequín en una de las brillantes prosas que le ha dedi- cado, escribió que el espíritu de sus danzas era la castidad? Lean. ¿Y quién hace caso del señor Arlequín? Col. Perdonad, antes bailaba Girasol como vue- lan los pájaros. Hoy baila mucho peor, pero gracias al señor Arlequín ya sabe el sentido oculto de sus danzas. Cuando nos retrata un gran pintor, y el retrato como obra de arte es admirado por todo el mundo, hay el peli- gro de que ya toda nue.stra vida procuremos parecemos más a nuestro retrato que a nos- otros mismos. Ya tenéis explicado por qué Girasol, a lo menos mientras permanezca en esta ciudad, será respetuosa con el espíritu de sus danzas. Leax. Es que tú no te prestas a servirme, Colom- bina. Si tú hablaras por mí... S — 34 Col. Pues bien, voy a ser franca. Le he hablado de vos por complaceros... Pero si vierais que cuando pienso en vuestra esposa, la hermo- sa Silvia... ¡Ah, señor Leandro! ¿Quién nos dijera que aquel amor que fué el orgullo de nuestra ciudad que ya imaginaba tener unos amantes inmortales como los de Verona... Lean. Tea en cuenta que Romeo y Julieta murie- ron muy jóvenes, que de su despedida en el florido balcón de Verona a su muerte en la tumba de los Capuletos sólo mediaron uno3 días de ausencia; si hubieran vivido muchos años de plácido matrimonio... ESCKNA IX SILVIA y JULIA Silvia ¿Lo ves, Julia, lo ves? Ha venido a la fiesta. Y ha venido por esa mujer. Julia Creo que no tenéis razón. Apenas si se ha acercado a ella, Y de Colombina no tendréis sospechas; es buena amiga vuestra. ¿Por qué os atormentáis de ese modo? Leandro- os ama como os amó siempre. Cuando mi padre me trajo a la ciudad, todos hablaban de vuestros amores. Era como un cuento maravilloso... Yo os envidiaba tanto... soña- ba también con mi Leandro... Y mi Lean- dro llegó y -oy muy dichosa... Silvia ¡Pobre Julia, pobre niña ilusionada! Tu Lauro será como mi Leandro... Ya lo ves... Ef-ta noche, esta fiesta, una vez más traen a mi corazón el recuerdo de otra noche, da otra fiesta en que por primera vez nos en- contramos. Una canción de Arlequín, cuan- do Arlequín no era el cínico poeta de ahora, cuando cantaba al i.mor y a la vida, llegó a nuestros oidos en el silencio de la noche y puso lágrimas en nuestros ojos, y al fin, un beso en nuestros labios, y en nuestro co- razón prendió ese anhelo de amor infinito, que es como un alma nueva dentro del al- ma; como una afirmación de su eternidad. Julia Así es el amor. Y es no temer ya nada en la vida porque sentimos que ya nada en la vida tendrá fuerza contra nuestro amor. Y' es afrontar sin espanto la misma muerte,,, como si fuera no más un dulce sueño entre enamorados, en que uno queda dormido an- tes que el otro, que no tardará en dormir — 87 --. ;5ILVI\ JULI. Silvia Julia Silvia Julia Silvia J"ULIA el mismo sueño y unidos soñarán con su amor... que ha de ser en el cielo, para los que se amaron en la tierra, como un desho- jarse de rosas que fueran besr^s, como una claiidad de luz que acariciara el alma y fue- ra armonía de todas las músicas y todos los versos y todas las palabras de amor... jPobre ilusionada! ¿Crees en el amor de Lau- ro? ¿Y no ves que sólo amará en ti a la hija del Magnífico, como I^eandro me amó por las riquezas de mi padre? No, no. Lauro me creía pobre, de humilde condición... Cuando mi padre me llevó a su palacio, quiso alejarse de mí, lloró desespera- do, por nuestro amor que él creía imposi- ble... Pero no lo será; mi padre es bueno y consentirá que yo sea su esposa. Pero, ¿sabe tu padre que Lauro es hijo de su mayor enemigo? j^o sabe, sí; y ya le ha perdonado y ya está en la ciudad... Y ahora será el mejor amigo de mi padre, por mi amor todo, por el amor de Lauro. ;Ah! Ya entiendo... Tu padre busca apoyo en el pueblo, que ahora el señor Publio quiere soliviantar en contra suya... ¡A y, Ju- lia mía! Cuando yo me creía dichosa con el amor de Leandro, qué poco pensaba en las intrigas del gobierno y de su política, qué poco me preocupaba la intervención de mi padre en esos tráficos y negocios que son escándalo de la ciudad. Ahora, todo me asusta; perdido el amor de mi esposo, sólo me queda el amor de mis hijos... y tiemblo por ellos. ¿Y te preocupas por su suerte? Cuando tu padre aseguró para ellos riquezas fabulosas. ¿Para ellos? Sí. Eso dice mi padre para dis- culpa suya, que sólo ha pensado en mí y •ahora en mis hijos al enriquecerse. Pero... ¿es que debemos pensar sólo en nuestros hijos? Vamos, Silvia. Gocemos de la fiesta. Ya has visto que tu Leandro no vino por Girasol como pensabas. Yo aún espero encontrar a Lauro y embromarle bajo la máscara. — 88 — (Se oye dentro una música y voces.) ¿OyeS? eS mi padre el que llega a la fíesta... Silvia ¿Piensas descubrirte a él? Julia ¿Por qué no? Le diré que he venido por acompañarte. Mi padre no se enfada nunca conmigo. (Gritos y vocerío.) Silvia ¿Qué sucede? ¡Qué confusión! ¿No es mi pa- dre también el que llega? JüUA Sí, es el señor Polichinela. Parece muy alte- rado... Silvia ¡Oh! Traen a mi madre desmayada. ¿Qué habrá ocurrido^ ESCENA X DICHO, LA SEÑORA POLICHINELA, COLOMBINA, EL SEÑOR POLICHINELA, ARLEQUÍN, AURELIO y FLORENCIO. DAMAS, CA- BALLEROS y MOZOS de hoBtería por la segunda derecha Col. Pronto... pronto... traigan agua,, esencias... La señora Polichinela se ha desmayado. Silvia ¡Viadre mía! ¡Padre! ¿Qué ha sido? Sr. Pol. ¡Ah! ¿EstáR tú aquí? Como siempre, detrás del bigardo de tu marido... ¡Buena está m¿ casa! ¡Bueno anda todo! Silvia Pero, ¿no me diréis qué le ha ocurrido a mi madre? Sr. Pol. ¡Es una mala vergüenza! ¡Sólo en esta ciu- dad sucede! Al venir a la fiesta, en el camino del Puente ha volcado nuestra carroza... ¡Fi- guraos cómo estará el caminol ¡Una mala vergüenza! S?A. Pol. ¡Ay, qué susto! ¡He creído morir! Dama 1.^ ¿Cómo estáis, señora? ¿Os halláis mejor? Dama 2.» Reponeos, señora... Sra Pol. Gracias, gracias a todos. Silvia ¡Madre mía! Julia Señora... Sra. Pol. ¿Tú aquí? ¡Ah, como siempre! Estás aqui por celar al bergante de tu marido... El ma- landrín, el buecadotes... Aparta de mi vista.. Una dama de calidad como tú no debe re- bajarse a ese extremo... Todo será ha^ta que • tu padre haga entender a ese aventurero el respeto que debe a nuestra hija... una hija. — 89 — del señor Polichinela... El insolente, el de- salmado... que 8Í no fuera por ti, rendaría en galeras. Col. Ya vemos que estáis muy repuesta... Sra. PoL. No ha sido mas que el susto. Figuraos, la carroza volcada.... Sr. Pol. La mejor carroza de la ciudad; aún no hará quince días pagué de ella veinte mil escu- dos... Un caballo ha quedado cojo, otro está mal herido... Sra. Pol. Y el cochero muerto... Sr.'Pol. Eso importa poco... Era un bellaco. .. Debió Traernos por otro camino. Debió saber que el camino del Puente... (óyese dentro vivas al Magnffleo.) Arl. El Magnífico llega. Todos ¡El Magnífico! Sr. Pol. El señor Crispín, lo celebro, ha de oirme..» ¡Es una mala vergüenza como están los ca- minos! Arl. ¡Viva el Magnífico señor Crispín! Todos ¡Viva, viva! ESCENA XI DICHOS y CRISPÍN entra por la segunda izquierda Crispín Salud a todos. Todos ¡Señor!... ¡Gran señor! Crispín ¿Qué he oído al llegar que la señora Polichi- nela ha tenido un sobresalto? ¿No me diréis qué ha sido? Sr. Pol. Señor Crispín... A vuestras plantas... Crispín Besóos las manos^ señor Polichinela... ¿Qué fcé, decidme? Sr. Pol. ¿Qué puede haber sido? La mala vergüenza de esos caminos y de esas calles por dónde no pueden transitar las carrozas de las per- sonas de calidad... Figuraos que al entrar en el camino del Puente... Crispín ¿Kl camino del Puente, decísf... Oidme aquí aparte, señor Polichinela. ¿No recordáis que cuando se trató en la ciudad de abrir ese ca- mino, fuisteis vos el que no contíintió de ningún modo que se encargaran loe trabajos — 40 — a otro que a un muy allegado vuestro que se hizo pagar muy lindamente... cuando todos sabemos que por la mitad de coste ha- bía quien abriera mejor camino con venta- ja ae todos?... Sr. Pol. No es razón... Si el camino quedó en mal estado, debió componerse... Crispín y pagar la compostura a otro allegadovues- tro... ¡señor Polichinela! como de e-5a«cosas me acusan cada día, los mismos culpables de que sucedau. Es peligroso no asegurar los caminos por donde podemos pasar algún día en nuestras carrozas. Cuidad que, como en el camino, no nos suceda algún día tam- bién con la ciudad entera... Sr. Pol. 8eñor Crispín... ¿Es que ahora vamos a ha- cernos cargosV Crispín Entre nosotros puco importa. Pero sabed, que de un tiempo a esta parte he dado en tener miedo. Sr. Pol. Miedo... vos... ¿Es posible? Cri'Pím y ya sabéis que no hay nadie que a tanto se arroje como un cobarde; de puro miedo- so no hay cosa a que no se atreva. Sr. Pol. ¿Amenazáis? ¿Queréis hacer conmigo como con el señor Publio? retirarme vuestro fa- vor... Lo pensaréis bien. Crispín Lo he pensado... Sr. Pul. ¿Será verdad lo que dicen? ¿Que pensáis apoyaros en el pueblo y para ello queréis serviros de cierto desterrado padre de cierto mozo que enamora a vuestra hija? (Voces dentro.) Crispín Es posible... Ya sabéis cómo el amor me ha conmovido siempre. ¿Eh? ¿Qué voces son esas? ¿Quién grita? ¿Quién se atreve? Sr. Pol. Ahí tienes la reí^puesta. Ese es el pueblo. Ya tenía yo noticias de lo que esta noche se preparaba. K\ pueblo tiene hambre y se mdigna contra nosotros porque estamos fiesta. Crispín ¡Bah! Es la gente del señor Publio, la nozco. Arl. ¿Qué ocure? ¿Quién grita? Col. ¿Qué dicen? ¡Muera el Magnífico! Julia i 'adre mío, tengo miedo. de co- — . 41 — ■Crispín Nada temas... Sr . PoL. Mandad que cargue sobre ellos vuestra guar- dia suiza... Arl. No consintáis que se os ultraje. Sra. Pol. liísconded mis joyas... Si llegan hasta aquí... ¿Dónde puedo esconder mis joyas? Crispín ;No callaréis? Si falta mi paciencia, yo les juro... ESCENA XÍI DICHOS, EL DESTERR.\D0, L.^ÜRO y EL HOSTELERO por la pri- mera derecha Dest. ¡Señor! Crispín ¿Quién es este hombre? ¿Es de los revolto- sos? Creo conocerle. Dest. Señor, soy vuestro enemigo, lo sabéis, pero soy enemigo leal y quiero hablar al pueblo- ai verdadero pueblo que no es el que ahora grita. El pueblo aguarda allí en silencio, confundido con él están los hampones, se cuaces de Publio, y esos callarán cuando el pueblo hable. ¿Me permitís que vaya? Crispín Ya tarda?. Todos Vamos, vamos con él... Sí, sí. (vánse por segun- da derecha.) Julia ¡Ah, Lauro! ¿Es tu padre? ¿Verdad que es tu padre? Lauro Sí, mi padre, que gracias a ti ha sido perdo- nado y ahora por ti, por nuestro amor, harA callar a esas turbas que el señor Publio pre- tende levantar contra tu padre. Julia Si eso hiciera... Sr. Pol. A ese precio no es mucho tu hija. Sabes much'), Crispín... Buscas un lazo de unión entre el pueblo y tú... Es una peligrosa ha- bilidad. (Cesan las voces.) Crispín Vereojos si es habilidad o es el fin de las habilidades. Arl. Ya callan, (vuelven a oírse los gritos que aclaman al MagDÍñco. ) Col. Ahora aclaman al que habló. Arl. Ahora gritan: ¡Viva el Magnífico! 5r. Pol. Pueblo mudable como el viento, como el mar inseguro. — 42 — JcLiA Tu padre y el mío unidos en amistad. ¡Qué- feliz soy! Lauro Qué felices seremos con nuestro amor... Crispín Todo en calma. iBravo! jEl hombre ha cum- plido! DesT. (Sale por la segunda derecha con Girasol, Leandro, Florencio. Aurelio y mozos.) Señor... Ya Veis... Las turbas de Publio se retiraron apenas habló el pueblo que aún conoce y respeta mi voz... Crispín Graciat^, amigo, gracias... Hemos de hablar 1. 8 dos... Espero que vendrás a mi palacio. Dest. Nunca pisé un palacio. Crispín Si lo prefieres, iré yo a tu casa. Dest. Señor, el Desterrado no tiene casa. Yo iré a vuestro palacio. AuR. ¿No seguirá la fiesta? Arl. Ahora más que nunca. Hay que responder al populacho con arrogancia. Creerían que teníamos miedo. . Vuelva la música, traed flores. Llevemos a Girasol en triunfo, (se oye dentro una marcha triunfal.) Todos Eso es... ¡Viva Girasol!.., ¡Viva!... (Salcn todos por la segunda derecha menos Lauro y Desterrado.) Lauro ¿No estás contento, padre mío, no estás contento al verme tan dichoso? Dest. Sí, hijo mío. Quisiera estar alegre... Lauro ¿En qué piensas todavía? .. No ves que to- dos se alegriin... que nada hay que temer... Venid como todos a la fiesta. Julia (Entra por la segunda derecha. )¿No VÍeneS,LaUrO? Lauro Si, Julia mía. Mi amor, mi vida... Ya no es imponible nuestra felicidad. (í;aien por la se- gunda derecha.) Dest. Este es el amor que se juzga vencedor déla muerte, esa es la ciudad alegre que vive confiada... Entre esta alegría que es la de mi patria... esa felicidad que es la de mi hijo... ¿1 or qué está mi alnca triste, con tris- teza de muerte? IN DEL CUADRO PRIMERO II li 'I 't ti 'I 'I i II II M ll^iTlMI II I " i| Ti II .11 M II II II II II II II II II ¡I II J^ CUADRO SEGUNDO Un salón en el palacio de Crispía ESCENA PRIMERA LA StÑORA POLICHINELA y CRISPÍN, que entran por la derecha Cris. Señora Polichinela, volved a la ñesta antes que sea notada vuestra ausencia. Sra. Pol. Perdonad. Si pensabais traer una bailarina a vuestro palacio, nunca debisteis invitar a damas principales. Cris. Señora Polichinela, si me he atrevido a in- vitarlas ha sido para su seguridad. Como sus maridos hubieran venido, aun sin invi- tarlos, creí que siempre estarían más tran- quilas viendo por sus propios ojos lo que pasaba. Tened en cuenta que si he traído a la hermosa Girasol a mi palacio ha sido por contentar a muchas damas de calidad que rabiaban por conocerla y no se atrevían a presentarse en el teatro donde ella baila- Ya sabéis que siempre me he complacido en facilitar y satisfacer deseos y curiosida- des. Por lo demás, ya era hora de que en mi palacio, donde tantos danzantes asieten de ordinario, se danzara alguna vez de ver- dad y con arte. ¡Verdad y arte! Dos cosan ce n las que solemos andar reñidos los que^ gobernamos. — 44 — .^RA. PoL. Pero, ¿creéis que yo puedo autorizar con mi presencia la escandalosa conducta de mi 3'erno? Tengo bien probada mi discreción en veinticinco años de matrimonio con el señor Polichinela; pero tratándose de mi hija... Ya me conocéis... ¡Ah, señor Crispín, bien nos engañasteis! Cris. Yo he pido el primer engañado. Mejor di- cho, el amor nos engañó a todos. ¿Quién po- día creer entonces que aquel gran amor no era verdadero? Si vuestra hija Hora una des- ilusión que vos deploráis como madre, aún es mayor mi desencanto... |Mi señor Lean- dro, el de los altivos pensamientos, el de los bellos sueños, por el que yo esperaba redi- mirme, es hoy... un yerno más... Y aun hay que agradecerle que sólo corteje bailarinas y sólo malgaste la dote de su mujer... Otros en su caso, C('n un suegro influyente corte- jan los cargos públicos y añaden a la dote algún saneado emolumento a costa del teso- ro de la ciudad... Sra. Pol. (!,Y no sería preferible? Cris. Para la familia, ¡quien lo duda! Para los de- más y tratándose del dinero del señor Poli- chinela, es más satisfactorio lo que tanto os desagrada. Los hijos y los yernos son de jus- ticia divina, por eso enmiendan tantas ve- ces deficiencias de la justicia humana. Sra. Pol. Bien está. Yo que esperaba que vos le re- prendierais, que le hicierais entender lo in- digno de su conducta... Cris. Y tenéis razón para esperarlo. Y no será a él sólo, por dcí-gracia. Muchos otros tam- bién han de entenderme. Pero esta noche no quiero entristecer la fiesta, no quiero en- tristecer a nadie... Una sola palabra mía... Sra. Pol. Me asustáis... decidme, señor Crispín, ¿es que nos ocultáis algo grave? ¿Es que los ve- necianos se obstinan en sus pretensiones? ¿Es que por fin tendremos guerra? (Sería horriblel Vos haréis porque eso no suceda... Cris. ¿Yo? ¡He de ser yo! Sra. Pol. Lo podéis todo en la ciudad. Por algo os han elevado a la suprema jerarquía... <])ris. tíi. Soy el Magnífico... lüQagen visible de los — 45 — que me elevaron... Los Crispines cobardes necesitan un Crispín valeroso que autorice sus picardías; ellos solos no se atreverían a cometerlas. El sello del Magnífico es su ab- solución. Como en mis tiempos de criado era yo una parte de mi señor y suyas eran las grandezas y mías las ruindades, así ahora la ciudad me necesita para descargo de sus culpas. . Y soy yo el elegido. Siempre Cris- pín, el criado siempre .. Pero los pueblos para mayor sarcasmo o para engañar mejor su conciencia, a sus criados nos llaman se- ñores, nos dan una apariencia de gobierno... y ya es nuestra toda la culpa de las culpas de todos. Sra. Pol. Nunca os he visto tan solemne, señor Cris- pín. ¿Es que tenéis miedo? Cris. Sí, tengo miedo... por las culpas de todos^ También remordimiento... que en los demás será rabia y desesperación, que es el remor- dimiento de los pueblos cuando se creen engañados... ¡Engañados! Pocos serían los males de la ciudad si todo su mal fuera el que yo pude hacer. ESCENA II DICHOS. POLICHLNELA y PANTALÓN, por la derecha disputanda Sr. Pol. Podéis tirar por donde os plazca, pero, ¿pa- garos yo? ¡Nunca! ¡Nunca! Pant. Pero señor l^olichiuela. Sra. Pol. ¿Oís? Mi marido disputa con el señor Pan- talón. Sin duda es por algún dinero que el barbilindo de Leandro le adeuda. Cris. Vuestro marido y el señor Pantalón no pue- den di^^putar por otra cosa. Sr. Pol. Si creéis que puede importarme que pon- gáis a mi yerno en prisión... Ya debió ir an- tes si no lo hubierais estorbado por vuestra avaricia... Nunca hubiera sido mi yerno y no hubieran caído tantas desdichas sobre mi casa... ¿Habéis oído cosa semejante, se- ñor Crispió? ¡Pretender que yo pague las trampas de mi yernol — 46 — Pant. ¿y creéis que si él no fuera vuestro yerno nunca le hubiera yo fiado mi dinero? Sr. Pol. Esa es buena, y ¿qué garantía podía él ofre- cercs? Pant. Vuestro crédito en la ciudad, señor Polichi- nela, y cuando eso no fuera, el amor a vues- tra hija. :Sr. Pol. Ta ta ta. Por amor a mi hija, debo alegrar- me de que el bribón de su n.arido se vea por fín en galeras. . en cuanto a mi crédito en la ciudad... está muy alto para que mi yerno ni vos podáis comprometerlo. Decid que si le habéis prestado ha sido con la ga- rantía de mi muerte... Eso es, de mi muerte, y sabe Dios, como vierais que se tardaba, como se tardará... que no pienso morirme tan pronto, de lo que hubierais sido capaces mi yerno y vos por anticiparla. Pax\t. ¡Señor Tolichinela! ¡Yo nupca he deseado vuestra muerte! 8r. Pol. ¿Pues con qué otra esperanza prestáis a mi yerno? ¿Qué otra garantía puede él cfrece- ros? ¡Mi pelleja, eso es! .. ;Mi linda pelleja! í?ois un miserable. El que presta con esa garantía es un miserable... Pant. Si el respeto a vuestra esposa y al señor Crispín no me contuvieran... Yo os diría .. Oris. Decid, decid... que la verdad purifica el aire. •Sra. Pol. Cálmate, esposo. Si al fin pagarás, como siempre, en cuanto nuestra hija venga a llo- rarte... Sr. Pol. ¡No, no! Conmigo se acabaron las lagrimi- tas... Y si nuestra hija es mujer para con- sentir que su marido arruine mi hacienda... no os ofendáis, señora Polichinela, pero du- daré de que sea hija mía... 8ra. Pol. ,Ve lo que dices y piensa quien te oye! Cris. El señor Polichinela sabe muy bien que eso no es posible. Hablaba por ponderación. Pant. Todo es poner las cosas en puntos de honra que nada tienen que ver con nuestro asunto. ¿Creéis que yo puedo perder mi dinero? ¿Consentiréis que el esposo de vuestra hija, el padre de vuestros nietos, vaya a la cárcel como si fuera un malhechor? 8r. Pol. ¿Decís como si fuera? Y ¿lo ponéis en du- — 47 — da? (Un malhechor, un malhechor talmente! Salteador de casas honradas, peor que de caminos y si tanto os importa vuestro dine- ro, pensad cómo habéis de cobraros, que de mí será pleito perdido... Sra. Pol. Señor Crispín. ¿No hablaréis con Leandro? Kl os escuchó siempre y sólo vos tenéis auto- ridad con él. Pant. y persuadid al señor Polichinela cómo nada le estará mejor que pagarme... Sr, Pol. ¿' agar yo? ¡Nunca, nuncal Cris. No os alborotéis, señor Polichinela. Cal- maos, señor Pantalón. El señor Polichinela pagará, pagaiá... Está cerca la hora en que todo se pague. Entre tanto no perturbemos la alegría de esta noche. Esta fiesta hemos de recordarla tiempre. Y, oidmeaquí, señor Polichinela, vos también, señor Pantalón. He de pediros un favor señalado. Pant. Vos mandáis siempre. Sk. Pol. Siempre me tenéie a vuestro servicio. Cris. Terminada la fiesta, esta noche, hemos de hablar aquí. No me faltéis. Otras personas muy significadas han de venir... Y entre todos ha de decidirse algo que mucho im- porta. S^. Pol. ¿No podéis decirnos? Cris. Todavía, no. Debo atender a mis convida- dos. Señor Polichinela, señor Pantalón, no disputéis ahora por unas migajas. Si suce- diera lo que yo no sé si temo o deseo, pron- to tendréis un festín espléndido... que tal vez hayáis de compartir con algunos de tan buen apetito como vosotros. Sa. Pol. ;,Qué queréis decirnos? Cris. Nada que importe. Estos días revolotea sobre la Ciudad una bandada de cuervos... Temi- bles competidores; pero no serán tan vora- ces; algo dejarán. Habrá para todos, (saie por la derecha.) — 48 - ESCENA III DICHOS menos CRISPIN Pant. ¿Oísteis, señor Polichinela? Sr. Pol. De poco tiempo a esta parte se permite tra- tarnos de un modo... Pant. El siempre fué insolente. Sr. Pol. Está envalentonado desde que ei padre de ese mozo que enamora a su hija volvió de su destierro... Al casar a su hija con el hijo de un ciudadano piensa que todo el partido popular estará de su parte y fuerte con su apoyo, tal vez quiera prescindir de los que le elevamos... Ya veis cómo nos trata... El no sabe que si casa a su hija con ese mozo... ese mozo será otro Leandro como el nues- tro. Y bien estará que asi sea, que en este mundo todo se paga. Pant. Vos lo deci.-^. Ved por donde lo que vuestro ,yerno es en deberme ha de pagárseme. Sr. Pol. ¡Señor Pantalón, ya eso es monomanía! No / pensáis más que en vuestro dinero. Y hay j muchas cosas en el mundo más importantes I que vuestro dinero. Pant. \Para vos, sí: el vuestro. Sr. Pol. jKs que vos no iríais ganando nada conque 5^0 me arruinase. Si no, decidme: ¿que di- nero tenéis mejor colocado? Ki que yo os admini^tro en especulaciones lucrativas qut* vos estáis tan interesado como yo en defen- der. Figuraos que el señor Ciispín quiere emanciparse de nosotros. Pant. ¡Imposible! Sin nuestro dinero no podría sostener un solo día la farsa de su gobierno» Sk. Pol. Es cierto. Pero ^in la farsa de su gobierno no podríamos sostener la verdad de nuestro dinero... Criepín nos necesita, pero nosotros también le necesitamos... Si está disgustado hay que contentarle. Sra. Pol. Si queréis creerme, el señor Crispín ha de- bido tener esta noche algún disgusto y ello debe ser cosa grave... tal vez la guerra... — 49 — Pant. ¿La guerra?... No es posible... Los venecia- nos no pueden declararnos la guerra. Sr. Pol. Los genoveees son amigos nuestros. 8i la guerra fuera con los venecianos sería mi ruina... Con los genoveses róenos mal... yo no trato ni comercio con ellos. Pant. Pues mi ruina sería de cualquier modo... Que yo con todos trafico y aun mañana al amanecer habrán de zarpar por mi cuenta dos galeones abarrotados de trigo... que ven- dí a unos y a otros,.. Sr. Pol. Y yo que había de enviar mosquetes y pól- vora a los venecianos... Pant. Perdonad... Elsa pólvora y esos mosquetes, ¿son como los que vendisteis al Magnífico para nuestros soldados?. . Sr. Pol. ¿Por qué lo decís? ¿No tuvisteis buena parte en las ganancias?... Pant. Por eso lo digo... Sr. Pjl. Esta pólvora y estos mosquetes que yo man- do ahora a los venecianos, son para la gue- rra... Los que aquí vendimos eran... coma para tiempos de paz... Ni el M-ignífico nos pagó entonces como los venecianos pagan ahora... Pant. Sí, pero si ahora tuviéramos guerra, pensad qué había de hacerse con esas armas y esa pólvora. Sr. Pol. Kl valor de nuestros soldados lo supliría todo... Saben morir con denuedo... Y cuanto más corta fuera la resistencia... Cuando no ee puede vencer .. una guerra corta puede ser lucrativa.... Una larga guerra y al fin la derrota seria la ruina de todos. Y como no es posible pensar en vencer... Pant. No puede pensarse. Sra. Pol. ¡Callad, calladl ¡Sería horrible! Sr. Pol. Dejaos de aspavientos y volved conmigo a la fiesta... Yo he de saber esta misma noche la verdad de lo que sucede. Si fuera la gue- rra... de saberlo esta noche a saberlo maña- na... importa mucho... Pant. ¡Cómo si importa!... Figuraos que pudiéra- mos antes .. Sra. Pol. ¡Sería horrible, sería horrible! (saien per la derecha.) — 60 -- ESCENA ÍV ■GIRASOL, COLOMBINA, EL DESTERRADO, ARLEQUÍN, LEANDRO AURELIO y FLORENCIO, entran por la izquierda AuR. ¡Divina, incomparable! Flor. Hoy has bailado conao nunca. razón. Esta noche quisiera hablar al corazón de todos y temo que ninguno me responda como yo quisiera... (Salen todos menos Crispín y Leandro por la izquierda.) ESCENA IX CRISPÍN y LEANDRO Cris. ¿No recuerdas, Leandro? En nuestra vida aventurera hubo una hora que decidió de nuestra suerte. La hora en que a nuestra ruindad supimos enredar las ruindades de todos, en que la misma codicia de los que nos perseguían fué nuestra salvación. Siem- pre juzgué a los hombres despreciables, y aquel día me hubieran parecido más des- preciables que nunca, si sobre tanta ruindad y tanta bajeza no hubiera resplandecido el amor de dos criaturas. ¡Erais tú y Silvia!... Sobre todo aquel amasijo de miserable hu- manidad, contemplaba yo vuestro amor, como contemplé tantas veces, encarcelado, por la claraboya de una prisión, aquel re- dondelillo de cielo azul, que con asomarse apenas a la negrura de la cárcel, embebido en el ansia de mis ojos, se entraba por el corazón y era como si el alma se llenase de cielo. Por vuestro amor pude salvar la fe en mí mismo. Y creer en nosotros es creer en algo superior a nosotros mismos, porque sólo el que nada divino siente en su alma, puede dudar de Dios... Tú no sabes lo que tu amor a Silvia ha sido para mí. Hundidos mis pies en la tierra, la luz de tu amor era como una estrella que me obligaba mirar al cielo. Mal hiciste en apagar su luz. Cuando en nuestra alma se alza una luz, por humil- - 59 - de que sea, si por desilusión o por cansancio- quisiéramos apagarla, debemos pensar antes que ya no es sólo nuestra la humilde luce- cilla, que si perdió ya su valor para nosotros, acaso es en la vida única estrell» para algún caminante de la vida, que sin su luz perde- ría el camino en las noches obscuras de su alma. Lean. No me culpes, Crispín. Tú conoces el cora- zón del hombre, tú sabes que el amor apa- sionado es una fiebre que sólo f-e cura con una medicina: el matrimonio. Quiero y res- peto a Silvia, y aún la querría mas si entre nosotros no se interpusiera siempre la odio- sa joroba del señor Polichinela. ¡Su tiranía no me consiente ser otra cosa que su yerno. ¡El yerno del señor Polichinela! Título ver- gonzoso... Por olvidarlo, procuro alurdirme... Esa es toda mi culpa. Cris. Pues ocasión tendrás muy pronto de atur- dirte, de ennoblecer ene dictado vergonzoso, como tú lo juzgas ahora... Lean. Ocasión, ¿dices? Cris. De mostrarte como yo imaginaba... El señor de los altivos pensamientos, el de los bellos sueños, que vinieron a dar en perseguir bai- larinas. Escúchame, Leandro; sin duda es el destino del picaro Crispín, que en vano intente alzar su espíritu sobre las miserias del mundo. Amtvrré a mi interés sus inte- reses, y hoy pueden todos más que yo, y amarrado más que nunca a la tierra me en- cuentro... Y hoy, es en vano mirar a lo alto, como entonces, cuando tu amor era como una estrella... Esta noche, ahora mismo, soh citados por mí, verás aquí reunirse, como en aquella hora decisiva de nuestra vida, intereses, codicias, y ruindades... En- tonces teníamos que salvarnos y salvar tu amor... Hoy... no sé que pueda salvarse... Y algo que importa más que nuestras vidas, más que tu amor, es lo que va a perderse... Lean. ¿Qué ha de perderse, Crispín? ¿Quieres de- cirme? Chis. ¡La Ciudad! Lean. ¿Es la guerra? — 60 — Cris. Sí, es la guerra... Lean. ¿No hay medio de evitarla? Cris. Sí, uno muy fácil, muy cómodo... El que acaso parecerá muy aceptable a todos esos que pueden decidirlo... Lean. Y ese medio, ¿cuál es?, si no bay otro .. Cris. La vergüenza de entregarnos al extranjero... Lean. Los venecianos exigen... Cris. Hacerse dueños de nuestra Ciudad. Dicen que somos demasiado amigos de los geno- vese?. Lean. Y, ¿son ellos los que ban de decidir de nuestras simpatías y nuestras amistades?... Cris. Tienen razón .. si pueden... Y si pueden, solo es nuestra la culpa. Ahora, Leandro, fío en li, que serás ejemplo y estímulo de nues- tra juventud... Necesitamos soldados. . A tus órdenes pueden alistarse mucho.«, y guiados por tí... ¿Qué respondes, Leandro? Lean. ¿! uedes dud^r? Cris. bi en ebta hora de peligro y de angustia despierta tu alma, lo mismo despertará el alma de la Ciudad. Lean. ¿A. tu voz? Cris. No; mi voz es indigna, y sería cobarde. La voz del Desterrado será la que hable al pue blo. En él está lo mejor del alma de .la Ciudad. Lean. Y", ¿encontrarás el alma de la Ciudad? Cris. Juz^a por tí mismo .. Hace un instante ape- nas, cortejabas aquí a una bailarina, y era todo en tu corazón frivola indiferencia... El deber: ¡Qué lejano! El placer: ¡Qué cereal Era lo único que valía la pena de vivir. Y al)ora, dime. ¡Ante el peligro de nuestra Ciudad, tu patria de corazón, porque es la patria donde amaste a una mujer por vez primera, y esa mujer es madre de tus hijosl ¿no sientes de otro modo? ¿No ha des- pertado tn alma como una afirmación de remordimiento, de responf^abilidad, que tú mismo no sospechabas? Cuando filiamos a cualquiera de nuestros deberes, para no ver la falta, preferimos decir que el d^ber no existía. ¡Suprimimos, por no decir que he- mos olvidado. Pero de los deberes y los no- — . 61 — bles sentimientos del alnoa, es como de las dolencias, no sirve aturdinos para no sentir- las. No sirve decir: nada me daele, cuando el dolor existe. Y el amor a la patria alienta siempre en nuestro corazón, si en nuestro corazón hay 8entin:iientos de hombre nacido de mujer. Al correr de la vida acaso vamos desentendidos de él, por indiferentes o por desengañados, tal vez por ofendidos; pero en la misma amargura, en el encono acaso con que maldecimos alguna vez de nuestra patria, está .su amor, como en la mano que golpea a la mujer amada que hizo traición a nuestro amor... Vé, Leandro. Diles a todos que aquí les aguarda el Magnífico... dispues- to a luchar contra ellos por la Ciudad, como luchó Crispín por tu amor. Pero ahora... nada podrá Crispín. Entonces, esos mismo^, por su propio interés, tuvieron que salvar- nos. . Ahora, nada podrá salvarse, que de tanto salvar sus intereses. . todo se habrá perdido. Pero la Ciudad no se humillará al extranjero. Cuento con sus soldados y cuen- to con su juventud, que no toda es como el señor Arlequín y sus desmedrados poetas... ¿Verdad, Leandro? ¿No serás tú el pimero en combatir por nuestra Ciudad? Si no bas- tó el amor de í^ilvia, el amor a la patria puede redimirte y redimir el dinero del señor Polichinela. Vuelve a ser conmigo, tan distinto de mí como yo soñaba que fue- ras... El señor de los altivos pensamientos, el de los bellos sueños, el espíritu de Cris- pín, libertado de las miserias de su vida... Vé a una muerte gloriosa, que tu Crispín, tu fiel criado, su vida, t^ombra de la tuya, como la sombra al cuerpo, ha de seguirte. (Sale Leandro por la izquierda. Crispía va hacia la puerta derecha y entra el Desterrado.) Llega. . ¿Ha- blaste con tu hijo? Dest. Sí. Cris. ¿Sabes entonces? Dest. Sí... Es la guerra o la humillación. Cris. Y, ¿qué has pensado? Dest. ¡Pensar, pensar!... Todo debiera estar pen- sado, y ahora bastaría sentir, como sienten '- 62 - los pueblos fuertes y unidos en el santo amor a la patria. Pero ahora, ¿dónde está el alma de la Ciudad? ¿En los que negociaron con los venecianos, y por asegurar sus nego- cios hubieran querido enviar a nuestros sol- dados de su parte, y ahora, en cambio, in- tentarán oponerse a que los enviemos en centra snyaV ¿En los que negociaron con los genoveses y antes quisieran vernos comba- tir a FU lado que combatir por cuenta nues- tra contra los venecianos? ¿En los que es- quilmaron la Ciudad de víveres y pertrechos de guerra y hasta hicieron su lucro de en- viar nuestros hombres al extranjero como una mercancía? ¿En los que nos proveyeron de pocos barcos y pobre armamento? ¿En los que predicaron no íé qué santo amor a la humanidad, que es amor a todo lo extra- ño y odio a todo lo nuestro, como fí nosotros no fuéramos también humanidad?. . ¿Kn los que temhlarán por su dinero, comprome- tido con los venecianos o cou los genoveses, los que querrán salvar el que atesoran o querrán ponerlo a mayor precio?. . ¿Dónde encontraremos el alma de la Ciudad? Cris. jMi Ciudad! Porque yo fní el primer mise- rable en todas sus miserias, el primer egoís- ta en todos sus egoísmos... Ahora... por en- contrar su alma entre tantas ruindades, quiero volver mis ojos a una Ciudad ide^l... que mereciera por salvarla todos los sacri- ficios... Esa Ciudad yo he creído verla, al pasar por sus calles, al recorrer sus campos... No eran estos hombres que me rodean. . Eran otros hombres, con sus mujeres y sus hijos, de los que no sabemos, a los que no contamos uno a uno, porque ellos son los miles; buenos para trabajar, bu nos para soldados, buenos para sostener las cargas de la Ciudad, buenos para sufrir nuestros desmanes y nuestras injusticias... Y en e-^ta hora es cuando veo con espanto que ellos son la verdadera Ciudad... que ellos son sus hombres... Pero tampoco está en ellos el alma que yo busco, que el alma de los pue- blos no debe ser la resignación, sino la for- 63 — Dest. Cris. taleza con ]a serenidad... Y ellos aceptarán la humillación que les impongamos, conten- tándose una vez más con maldecir y mur- murar de nosotros... La Ciudad está sin alma... Si no lo estuviera, si no lo hubiera estado siempre... ¿Cómo pudieran juntarse en esta hora Crispines y PoUchinelas a de- cidir «u suerte? La Ciudad ideal ha de purificarse por la sangre y el fuego, por su propio dolor ha de redimirse. Ya están aquí... Ven a mi lado, muy cerca de mí, que nos vean unidos... Y así pudieran verte a tí solo, que de nada tienes como yo que avergonzarte ante ellos... ESCENA X DICHOS y POLICHINELA, PANTALÓN, PÜBLIO y EL CAFITÍN por la derecha Sk. Pul. Cap. Cris. Sr. Pol. Pant, Sr. Pol. Pant, Püblio Cris. Cap. Sr. Pol. Pant. Cap. Püblio Cap. Püblio A vuestro mandado, señor... Señor... Sentaos todos. Escuchadme. La Señoría de Venecia me ha comunicado por medio de su embajador, para que en el término de dos días, entreguemos el puerto de nuestra Ciudad, con todos sus fuertes. De no acceder a su demanda amistosa, nos declarará la guerra como a enemigos... ¿La guerra? ¡La guerra! No puede ser... Sería horrible... Habréis contestado que... Yo, por mí, y en nombre de la Ciudad, no he dudado un instante lo que ha de respon- derse... ¿Quién puede dudarlo? La guerra. Toio antes que la guerra. |Todo...,todo! Todo antes que humillarnos al extranjero. Habláis como soldado. Como ciudadano ante todo... La guerra es vuestro oficio. — 64 — 0/ PüBLIO Dest. PüBLIO Cap. PCBLIO Cap. Cris. Dest. PüBLIO Cris. Algo más noble que el vuestro, de perturbar la paz. Un oficio, como decís, en que se arriesga y se pierde la vida. ¿Pedéis decir otro tanto del vuestro? La guerra ee inhumana. Tenéis razón. Mas inhumana que nunca; cuando vemos que es tan humana, vemos como se preparan para ella los pueblos y las ciudades que pueden amenazarnos algún día, y hay, quien como vosotros, dificulta, entorpece y estorba que nosotros estemos preparados para deíendernos... Esa es la in- humanidad de la guerra, enviar a nuestros soldados vendidos a la derrota y a la muer- te, por falta de medios para combatir... Lo que habéis hecho siempre, oradores y apí'.s- toles de la humanidad... que más parecéis traidores a la patria... Traidores son los que pretenden aventurar- las en empresas guerreras. Traidores son los que las venden al extran- jero... Tened cuenta con vuestras palabras... Vos sois quien ha de tener cuenta. Que an- tes de combatir contra los enemigos de fue- ra, importaría mucho exterminar a los de dentro. Reportaos, señor Capitán... Vos tam.bién, señor Publio. No anticipemos la contienda. De tu opinión, señor Publio, comprenderéis que nada nos importe... Tú que una vez le- vantaste al pueblo para impedir una guerra que convenia al decoro de la Ciudad, y poco después quisiste levantarle para obligarnos a intervenir en favor de tus amigos y clien- tes, los veneciauos... que eres patriota de todas las patrias^ menos de la tuya, y hu- manitario con todo el mundo menos con tus compatriotas, y hasta eres celoso defen- sor de todas las religiones, y sólo escarne- ces la nuestra... tú que eres todo esto... y mucho más... si aún tienes por esas plazas quien te escuche y te siga... aquí no puedes nada. Lo veremos. ¿Quién podrá más que yo? Amigo Publio, bien sabéis que toda vuestra — es- fuerza ha estado siempre en nuestra debili- dad. El día en que nada se os conceda, ¿qué podréis ofrecer a los que os siguen? En caso de guerra, vuestro deber quedará reducido a proveernos en mejores condiciones que al extranjero de las mismas cosas con que,, íjracias a nuestra amable condescendencia, habéis traficado en provecho vuestro. Solo os pedimos un poco más de desinterés, de ningún modo desinterés absoluto. ¿Estamos de acuerdo? PüCLio ¡Ale insultáis! Cris. Habláis de insultos; vos, el inspirador de los más innobles libelos... Hablad vos. Capi- tán, que el señor Publio, entre tanto, irá. reflexionando por los dedos. ¿Contáis con el buen espíritu de vuestros soldados? Cap. Señor, los soldados son hombres, y en tiem- po de paz, no pueden ser ajenos a las dis- cordias que perturban y dividen en bandos políticos a los ciudadanos. Añadid a esto el natural descontento cuando vemos en tan- tas ocasiones desestimarse el mérito y en- cumbrarse la ineptitud por el favor o por la intriga. Considerad también que sabemos mejor que nadie lo que nos falta en armas y municiones, sin las cuales el valor es inú- til... Pero con todo esto, si la Ciudad nos manda combatir en su defensa, para nos- otros no hay más voz que la suya, no hay más bandera que la de nuestra Patria. Acaso no podamos vencer, pero sabremos morir siempre... Este es el espíritu de mis solda- dos, del que respondo con el mío. Si fuerais preguntando uno por uno, todos os respon* derían lo mismo. Cris. ¡Sabríais morir! Esa es mi tristeza. Ese debe ser nuestro remordimiento. ¡Enviaros a mo- rir cuando debiéramos enviaros seguros de vencer! Pero ya es mucho que la Ciudad cuente con vosotros, así pudierais vosotros contar con la Ciudad... Decidnos, señor Poli- chinela, y vos, señor Pantalón... ¿Podremos contar también con vuestro dinero?... Sr. Pol. ¡Nuestro dinero... nuestro dinero! ¿Quién puede decir que su dinero sea suyo en tiem- 6 -ce- po de guerra? ¿Sabéis lo que valdrá nuestro dinero apenas se declare la guerra?... Pant. El dinero es lo primero que huye y se es- conde. Sr. Pol. El poco dinero que pueda encontrarse subi- rá de precio... Pant. ¿Qué garantías puede ofrecernos la Ciudad en caso de guerra?... Sr. Pol, Eso es... ¿Qué garantías? Cris. Ninguna, es cierto. Dest. ¡Pobre Ciudad! Las garantías de las ciuda- des son sus ciudadanos. Con ciudadanos que ofrecen lo que vosotros, ¿qué puede ella ofrecer? Su venganza es que, cuando nada ofrecéis para salvarla, no sé qué pueda ella ofrecer para salvaros. Creed me. No habéis sabido ser bastante egoístas No habéis pen- sado más que en vosotros. ¡Mal egoísmo! Atesorar dinero, atesorar y nada más que atesorar... Y ese dinero es ahora vuestra ruina y vuestra pobreza... Porque ese dine- ro, ¿sabéis qué significa? Significa todo lo que se hizo mal, por lucraros y lucrar a vuestros amigos... Significa todo lo que se debió hacer y dejó de hacerse, porque no se lucraran otros... significa la falta y la mer- ma de muchas cosas que eran precisas en la Ciudad... significa que habéis sido muy listos, muy habilidosos... significa que Dios tiene su hora, y en esa hora es la cuenta en que todo se suma. Sr. Pol. ¿Y sólo a nosotros? Es que a vos ¿no habrá nada que anotaros en cuenta, señor Magní- fico?... Cris. Sí; tan culpable como vosotros, mías son todas vuestras culpas, en todas ellas tengo parte. PüBLio En ese caso, bien os estará dejar el gobierno de la Ciudad. Cris. Si fuera para estar yo, con la Ciudad, mejor gobernado, ¿quién lo duda? Pero, ¿quién ha de sustituirme? ¿Cualquiera de vosotros? Crispín por Crispín, me prefiero a mí mis- mo. Yo soy más grande en mis ambiciones. Ambicioné riquezas y tuve cuantas pude ambicionar; ambicioné el poder, el señorío - 67 ^ -de la ciudad, y nadie puede disputármelos .. Los medios fueron torpes, me serví de vos- otros y tuve que dejar que de mí os sirvie- rais. Pero mi ambición no se detiene tan bajo como la vuestra. Ahora ambiciono la grandeza de la Ciudad; por conseguirla sa- crificaría mis riquezas, mi vida... por de contado os sacrificaré a vosotros. Levantaré la Ciudad en contra vuestra y en contra mía si es preciso. Vos, Capitán, esperad mis 'órdenes... A vosotros, no he de ser yo, ha de ser la Ciudad, el alma de la Ciudad que ha de despertarse, la que dispondrá de vos- otros; de mí también, que hasta el fia he- mos de estar unidos, como cómplices de un mismo crimen. Pero yo no he cegado mi entendimiento ni mi conciencia, os llevo esa ventaja. Sé lo que soy y sé lo que me- rezco. Ahora, salid, dejadme... Dejadme digo... Tú sólo no me dejes... ^Salen todos por la izquierda menos Crispín y el Bes- xerrado.) ESCENA XI CRISPÍ M y el DESTERRADO ■€ris. ¿Hablarás al pueblo? ¿Despertará el alma de la Ciudad... Dest. ¿y no temes su despertar? Cris. íSu despertar será... mi muerte. ESCENA XII DICHOS, JCLIA y LAURO, que entran i or la derecha Cris. ¡Hija míal ¡Lauro! Julia ¿Qué hablabais de muerte? ¿Tú también hablas de morir?... Cris. Julio. ¡Hija míal JuLíA ¡Pobre de mí! Desdichadcs de todos nos- otros. Cris. ¿Sabe ya?... ■Lauro »'!'í, lo sabe... Nos lo dijo mi padre... — 68 ^ Julia Lo sé, es la guerra... Pero tú no expondrás tu vida, ¿verdad? Tú debes permanecer aquí y mi Lauro contigo. ¿No sabes? Dice que quiere ser el primero en combatir con nues- tros soldados, que es su deber... Pero tú le obligarás a no dejarte, le dirás que su deber está aquí, a tu lado, para servirte, para de- fenderte. ¿Verdad que él no irá, padre mío? La guerra es la muerte... No irá, no irá... Dime que no irá, ¡padre míol Cris. Si tú lo quieres... Dest. Entre tanto egoísmo de los hombres, trai- ciones, cobardías y miserias humanas, sólo tu egoísmo de mujer enamorada es como debe ser... Y es como debe ser, hija mía, noble corazón de mujer, porque tú misma crees que así siente tu corazón... cuando- sientes de otra manera... Julia De otra manera, ¿dices? Pues, ¿puedo yo sentir de otro modo?. . Lauro Sí, dice bien mi padre... El heroísmo de la mujer es así, se esconde vergonzoso entre lágrimas... Nos pedís llorando para probar nuestra fortaleza que está en negar lo mis- mo que nos pedís, ei es una indignidad o una cobardía... que si nos vierais acceder a ella... un instante sería la satisfacción de habernos convencido, pero después... el des precio porque nos dejamos convencer tan pronto... Julia ¡Padre mío! Dest. Vienes a impedir que Lauro sea el primero que vaya con nuestros soldados. Cuando él se conmoviera ante tus lágrimas, ¿qué pen- sarías de su valor? No quieras engañarte, tú haces bien en llorar, para impedirle que cumpla con su deber... el hará mejor en no escucharte. Y tú lloraiás, llorarás mucho... pero llorarás de otro modo... orguliosa de su amor más que nunca, cuando él por amor tuyo vaya a cumplir con su deber... Lauro Padre mío. ¿Hablarás al pueblo? Dest. Sí, le hablaré desgarrado mi corazón, por- que he de mentirle, he de mentirle por pri- mera vez en mi vida. Hablaré de triunfos, de- glorias... Y, sabemos lo que será esa guerra.. - 69 — Cris. Por nue&tra desdicha lo sabemos... Dest. Es enviar a la muerte a los soldados, al pueblo; es destruir la Ciudad. 'Cbis. Si no hay un alma en ella. Dest. Ese alma es lo que importa salvar; la salva- remos. Julia No, Lauro, no, tú no irás ¡por mi amor!... Lauro Por tu amor debo ir... y tú lo sabes... Por nuestro amor que ha unido a nuestros pa- dres en ese abrazo santo que es el amor a sus hijos, el amor a la patria. Cris. ¿Dices que has de mentir? Sí, mentiremcs. Pero sobre nuestras mentiras estará la ver- dad de nuestro sacrificio... La vida de tu hijo, el dolor que destroza el corazón de mi hija. Y si aún no basta para espiar y redi- mir... cuando hables al pueblo dile que no tarde, que venga, que derribe las puertas de mi palacio, que entre a saco por mis rique- zas, que llegue hasta aquí y me arroje por una de esas ventanas, y arrastie por las ca- lles de la Ciudad mi cuerpo destrozado... Pero que al darme muerte, al arrastrarme, al destrozar mi cuerpo... piense que no fui yo el culpable de los males de la Ciudad. Dest. No lo eres. Tú solo has sido una culpa más de sus culpas. Eres el Crispín que se eleva del Crispín que todos llevan en su alma. . Por eso te temen y te odian. Eres su con- ciencia. (Telón.) FIN DEL CUADRO SEGUNDO CUADRO TERCERO Plaza en la Ciudad, al fondo vista del puerto, en él, tina galera ESCENA PRIMERA ARLEQUÍN, AURELIO y FLORENCIO, entran por la segunda izquierda Arl. ¿Visteis nada más despreciable que una Ciu- dad en tiempo de guerra? AuR. No hay modo de substraerse a la brutalidad circunstante. Flor. Todo lo invade la soldadesca. AuR. Yo entré hoy en la hostería por reunirme con vosotros, y vi que los soldados venecia- nos campaban allí por sus desafueros; gol- peaban las mesas con sus espadones, gol- peaban también a los ciudadanos que se detenían curiosos a contemplarlos. Arl. Yo quise refugiarme en casa de Girasol y uno de sus esclavos me detuvo a la puerta, diciéndome que no intentara visitarla, que unos capitanes de las galeías venecianas se habían entrado por la casa como señores y dueños de ella. AuR. jPobre Girasol! Arl. ;No quiero imaginarme lo que habrá sido del casto espíritu de sus danzas, entre esos capitanes venecianos! Flor. Y ¿se tardará mucho en firmar las paces? — 72 — AuR. Desde anoche tratan el General veneciano y el Magnífico. Según dicen, las condiciones _ que imponen los venecianos son duras. El Magnífico teme que la Ciudad no las acepte. Arl. ¡Bravatas ridiculas! ¿Qué sirve ya que no las aceptemos? A esto nos han traído los que se llaman buenos ciudadanos, los patriotas; y con ellos los gobernantes incapaces de im- poner su voluntad al pueblo. Si no podía- mos hacer la guerra, si sabíamos todos que el alarde de resistencia sería inútil, ¿por qué no haber pactado desde un principio con los venecianos? Siempre nos hubieran trata- do mejor como amigos. Ahora, como nada tienen que agradecernos, nos tratan como vencedores. ¡Y sí que el triunfo es para es- tar orgullosos! Hundir en el mar nuestras cuatro galeras inservibles y cañonear a man. salva la Ciudad fuera del alcance de los ca- ñones inútiles de nuestros fuertes. AuR. Nuestros soldados tuvieron que rendirse sin pelear, faltos de armas y municione?. Arl. Con eso nos dirán que ha sido una defensa .heroica. (voces.) AuR. ¿Qué sucede? La gente se arremolina y grita. Arl. Eea es otra; no n( s faltarán motines ni aso- nadas en estos días. Ahora todo es gritar, que nos han vendido, que nos han engaña- do. El pueblo necesita un traidor y un cul- pable: en esta ocasión dirán que es el Mag- nífico. Flor. Será justicia, que él nos llevó a la guerra por complacer a los soldados y a cuatro ciudadanos vocingleros. Arl. No lo creáis. El sabía muy bien que de ha- ber entregado la Ciudad a los venecianos sin combatir por defenderla, los soldados y los ilusos patriotas se hubieran levantado contra él declarándole traidor a la patria. Ahora, vencidos los soldados, rendida la Ciudad, será él quien pacte con los venecia- nos ein que nadie lo estorbe, y los venecia^ nos serán los que le defiendan y le aseguren — 73 — en el gobierno de la Ciudad como a su me jor amigo. l^LOR. Todo eso sería posible si el señor Pabilo es- tuviera como otras veces de acuerdo con el Magnífico. Pero ya sabéis que desde que volvió el Desterrado, el Magnífico se había desentendido de Publio y Fublio aún tiene quien le siga en la Ciudad. -Arl. ¡Bahl Los venecianos son ricos y habrá para contentar a todos. Que podamos vivir tran- quilos, es lo que nos importa. Flor. Que podamos volver a nuestra hostería como de costumbre. AuR. Deambular sosegadamente por las calles y jaidines de la Ciudad. Arl. Que Girasol vuelva a alegrarnos con sus danzas y el Magnífico nos gobierne por mu- chos años. Flor. Ved, aquí llegan el señor Polichinela y el señor Pantalón. -Arl. 8in duda vienen del palacio del Magnífico. Habrán sido llamados para tratar las paces en consejo. Veremos si quieren decirnos algo. J'lor. Disputan entre ellos. Arl. Esperemos. ESCENA II DICHOS. POLICHINELA y PANTALÓN, por la segunda derecha ;Sr. Pol. Nunca, nunca. A ese precio no podemos aceptar la paz. Pant. Hemos entregado los fuertes, hemos entre- gado la Ciudad, ¿qué más piden? ¿Quieren empobrecernos, arruinarnos? '8r. Pol. Eso es lo que quiere el Magnífico, que nos- otros paguemos la contribución de guerra que él cobrará a medias con los venecianos. Eso, eso; pero no será, no será. -Pant. No hay razón para que nosotros paguemos por todos. Figuraos, con lamina que sobre mí ha caído con la guerra. Mis galeones car- gados de trigo apresados por los venecia- nos. — 74 — »- Sr. PvL. Dicen que iban cargados de armas que des tinábais a los genoveses. Pant. 'Mentira, calumnia! Yo no digo que no ee- hallaran algunas armas, pero yo nada tengo- que ver en eso; pacotilla de los capitanes y marineros. Yo no, yo no, que soy hombre- de paz y nunca he querido vender armas a venecianos y a genoveses. Que no quiero ya que las gentes se maten... Cosas necesarias para la vida, bueno está; que al fin es obra meritoria. Sr. Poi.. El caso es que con esas armas apresadas en^ vuestros galeones los venecianos hallaron buen refuerzo para asaltar nuestros fuertes..^ Y el pueblo lo sabe y os llama traidor, y... yo en vuestra pelleja no estaría muyt ran- quilo. Pant. ¡Infamias, calumnias! Quieren perderme. Sr. Poi.. Bien perdidos estamos. Mi casa y mis jar- dines a la orilla del río, arrasados... Mas de cien mil escudos. Las mercancías que yo destinaba a los venecianos, ahora en vez de pagármelas en buen dinero se apoderarán de ellas como de cosa propia. ¡Mi ruina, mi ruina! Y por si algo faltaba en mi casa, aún no sabemos si mi yerno es de los prisione- ros o estará mal herido o muerto a estas horas. Pant. ¿Muerto decís? Y si él ha muerto cualquie- ra os reclama lo que era en deberme. Sr. Pol. Señor Pantalón, eso es ya sordidez repug- nante. No habéis de perdonar ni a los muer- tos; y más cuando han muerto por la pa- tria. Pant. Esa misma razón debierais tener para pa- garme, que vuestro yerno ha muerto con- mucha honra, y no es bien que su honra ande en lenguas de nadie después de muer- to, por unos miserables escudos. Sr. Pol. Señor Pantalón, no respetáis ni el dolor de un padre. Pant. Dejaos de farsas conmigo. Si algo hay que pueda compensaros de cuanto habéis perdi- do con la guerra, será la pérdida de vuestra adorado yerno. Sr. Pol. Señor Pantalón, una cosa es que yo tuviera-. — 76 — desavenencias con mi yerno y otra que ye pueda alegrarme de su muerte. Por la ruin- dad de vuestros sentimientos no juzguéis de Jos míos. Si mi yerno iia muerto por la patria veréis qué suntuoso mausoleo pienso erigir a su memoria. Pant. Ostentosa vauidad que de ningún provecho será para su alma. Kl mejor mausoleo que podéis eri^rir a su memoria será pagar sus deudas y obligaciones. Sr. Pol. Señor Pantalón, ¿cómo queréis que el pue- blo no murmure de vuestra avaricia? Si su- pierais lo que dicen de vos... Pant. Pero, ¿no comprendéis, señor Polichinela, que cuando os hablan mal de mí es un mo- do de deciros en vuestra cara lo que piensan de vos? Arl. Señor Polichinela... señor Pantalón, perdo- nad si somos indiscretos al interrumpiros cuando sin duda tratabais intereses de la ciudad en esta hora tan solemne, pero es tanta nuestra curiosidad... Suponemos que el Magnífico os llamó a su palacio para tra- tar en Consejo con el general veneciano. ¿Se trataron las paces? Sr. Pol. Se trataron... Y ya estarían firmadas si nos- otros no tuviéramos dignidad. Arl. ¡Bravo, señor Polichinela! No esperábamos- menos de vosotros. Habéis defendido el ho- nor de la ciudad como cosa vuestra. Sr. Pol. Eso, eso. Aun estoy sofocado. AuR. ¿Qué condiciones imponen los venecianos? Sr. Pol. inaceptables, indignas... lermanecer en la ciudad mientras no se les pague una contri- bución de guerra. Pant. De la que hemos de responder nosotros con nuestra hacienda y nueitra persona... Sr. Pul. Decid si podíamos consentirlo. Pant. Antes la muerte. Arl. Sois heroico, señor Pantalón. ¿De modo que tendremos venecianos en la ciudad para largo?... Pant. Con lo cual nada iremos perdiendo. ¿No erais vos, señor Arlequín, el que tanto ad- miraba su cultura, la dulzura de su trato?... Arl. Sí, sí, en efecto... Los venecianos en su tie — Te- rra son admirables... Aquí desmerecen algo. Es natural, para estas empresas guerreras los pueblos no suelen enviar a sus poetas ni a sus filósofos... La humanidad, más que en pueblos, se divide en castas. Yo me sentiré É^iempre más compatriota de un poeta turco que de uno de nuestros soldadotes, que por su parte en nada se diferencia de un sóida dote veneciano. Por eso lo que importa ts vernos libres de unos y otros. BíL. PoL. Señor Arlequín, eso es lo difícil; que sin los soldados de casa no es posible librarnos de los extraños. Y en eso debimos pensar an- tes, en que los nuestros fueran más fuertes y aguerridos que los extraños. Arl. ¡Bah! Los pueblos sólo triunfan por el es- píritu. Sr. Pol. ¿Quién lo duda? Pero es que cuando hay fuerza espiritual hay fuerza en todo. Por algo aconeejé yo siempre al Magnífico que se compraran barcos, cañones... pertrechos de guerra... Arl. Es verdad... por algo. Sr. Pol. i¿i él me hubiera atendido hubiéramos con- tado con cincuenta galeras... Arl. Si habían de ser como las que se han hun- dido en dos horas... Sr. Pol. No me negareis que cincuenta galeras hu- bieran tardado más tiempo en hundirse. (Voces.) Pant. ¿Qué sucede? Flor. Otro alboroto. Sr. Pol. No gana uno para sustos... El populacho está inquieto. Pant. No hay autoridad... no hay fuerz£... Aur. Ka una conducción de muei tos y heridos... El pueblo clamorea a su paso. Flor. Dicen que falta lo más preciso para atender a los heridos. Pant. Señor Polichinela, mejor será retirarnos del bullicio. La gente anda desatinada estos días. Sr. Pol. No hay nada que temer... Cuando uno tiene su conciencia tranquila. jFant. Eso sí. Pero el pueblo no tiene conciencia... Es más prudente retirarse... ^ 77 — Sr. Pol. Vamos cuando queráis... Señores... Arl. Señor Polichinela... Señor Pantalón... para serviros... (Salen Polichinela y Pautelón por la de recha.) ESCENA III DICHOS, menos POLICHINELA y PANTALÓM Flor . Van niuertos de miedo. Arl. Más temen por su dinero que por su vida. ¿Y no les obligará el pueblo a pagar esa con- tribución que ha de librarnos de los vene- cianos? Flor. El pueblo cree que el único culpable es el Magnifico. Aur y él pagará por todos con ser el menos cul- pable. Arl. No hay cuidado. El sabrá prevenirlo todo, amparándose de los venecianos. El Magnifi co no es hombre para rendirse sin caer con sus eneociigo?. ESCENA IV DICHOS y PÜBLIO, por la segunda derecha Publio Lo veremos. El Magaífico tiene sus horas contadas. Arl. jAh, Publio! ¿Qué dice tu gente? PuBLio Mi gente dice siempre lo que yo digo. Arl. Ya es suerte tuya que tu gente diga lo que tú dices. Ello será porque tú sabes decirle&- lo que ellos piensan, que es todo el arte de dirigir muchedumbres... PjBLio ¿Creéis que es tan fácil, señor poeta? Arl. Facilísimo; ¿no ha de serlo? Predicar reli- gión en las iglesias, libertinaje en las taber- nas, a los ricos las ventajas de no trastornar el orden del mundo, a los pobres la de tras- tornarlo todo, convencer a los convencidos... Lo difícil es hacerse escachar de un audito- rio adverso. Si no, dime: Con tus ideas hu- PUBLIO Arl. PUBLIO -Arl. manitariap, ¿por qué no te atreviste a levan- tar a los tuyos pnra incí pedir la guerra? PüBLio Eran momentos de exaltación patriótica y nada hubiera conseguido. Arl. ¡ \h, eeñí r Publio! Para contrarreeter exal- taciones del sentimiento quiero yo las ideas. PüBLio ¡Señor poeta, versificad y no os mezcléis en lo que no os importa. Arl. No te enojes, Publio; n supieras que yo se- ría el primero en admirarte como a un gran poeta si no fuera porque al jugar como nos- otros con las ideas y los sentimientos hay eiempre en tu conducta un hilillo de lógica que le hace perder su valor artístico. ¿Q'-ié hilillo es ese? El de tu conveniercia. Por más que ¿cómo puede nadie saber en dónde está su conve- niencia? La realidad suele hacernos más traiciones que el ideal. Señor Arlequín, vuestra charla es muy agra- dable, pero asuntos .de mayor importancia me solicitan. ¿De mayor importancia dices? Sublevar al pueblo, desenfrenarle por esas calles... Crée- me, Publio, déjate aconsejar de un poeta; deja a la ciudad reponerse en calma de su derrota; pidamos perdón a los venecianos como chiquillos que han cometido una gra- ciola travesura; confiemos en que serán in- dulgentes con nosotros y querrán perdonar- nos y podremos volver a nuestra vida a la vez inquieta y fácil, opulenta y miserable, alegre y desesperada. Engañemos las hoias para que la vida no nos engañe demasiado: es la mejor filo&ofía. ;PcBLio Sí, bueno sería ir por la vida filosofando si los caminos de la vida fueran sendas de Arcadia, pero cuando por el camino de la vida vienen gentes que llevan prisa y pue- den atropellarnos, hay que ir por lo menos a su paso si no queremos que pasen por en- cima de nosotros y... ¡adiós filosofía! -Arl. Tienes razón, pero bien está que haya de todo en el mundo, que de los mayores con- trarios procede su maravillosa armonía. \^é, pues, no tardes, desenfrena al pueblo; nos- — 79 -« otros haremos por apartarnos de tu camino, cuida tú también de ir por el tuyo y de no atropellarnOS. (Sale Publio por la izquierda.) Ya oísteis, amigos; no tardará el populacho en alborotarse y el populacho es como el caba- llo de Atila, con una desventaja, que no trae jinete. Flor. ¿Dónde pudiéramos retirarnos hasta que todo esté tranquilo? AüR. A nadie se permite entrar ni salir de la ciudad. Flor. No habrá lugar seguro. Arl. No habrá un refugio amable para los espí- ritus delicados. •Flor. ¿A dónde pudiéramos huir? ESCENA V DICHOS, el DESTERRADO y LAURO, por la segunda derecha Dest. Es inútil que lo intentéis, todos somos pri- sioneros de guerra. Vue-tro egoísmo había suprimido de vuestro corazón el amor a la patria y ahora las desdichas de nuestra pa- tria os duelen en vuestro egoísmo tanto como os dolerían en vuestro amor. jAh, pues si el egoísmo se ba-stara a sí propio! Pero cuando somos más egoístas; cuando más tranquilos queremos vivir, más necesi- mus de la tranquilidad de los que nos ro- dean. De lo que no quiso inquietarse nues- tro amor ha de inquietarse nuestro egoísmo. Arl. Nuestro egoísmo como decís nunca nos hu- biera llevadj a la guerra; sabíamos la suerte que nos esperaba. -Dest. También yo, pero era preciso llegar hasta el fin; era preciso que vuestro eg ú^mo y el de todos sintiera el dolor de no haber amado a la ciudad como debisteis amarla y hoy no padecería vuestro egoísmo con sus tristezas. Aún debierais padecer más; aún debiera ser más implacable el extranjero... Aún puede que lo sea si aún necesitamos de él para po- ner paz en vuestras propias discordias. — 80 — Arl. ¿y qué fué de ti, Lauro, nos dijeron que irías a combatir? Lauro ¿A combatir? ¿Pero hubo combate? ¿Hemos tenido guerra? ¿No ha sido todo un sueño? Si, yo pensaba ir, pensé haber ido; hubiera dado mi vida por la gloria, por el honor de la ciudad, pero ya lo veis, estoy entre vos* otros con mis galas cortesanas de siempre. Flor. Pues nos dijeron... AuR. Creímos que... Sin duda el Magnífico, con. movido ante los ruegos de su hija, te orde- nó que no fueras. Lauro Sí, eso ha sido; ¿podía yo desoír los ruegos de mi Julia? Dest. ¿Qué dices. Lauro? ¿Por qué mientes? Decid que no es verdad; fué a combatir; yo os lo digo. ¿Porqué quieres negarlo ahora?... Lauro Porque no fué combatir, padre; perqué no fué la guerra; porque no quisiera acordarme de nada; porque quisiera que nada hubiera sido; porque no fué la derrota en que se- lucha hasta h desesperación, hasta la muer- te; fué la vergüenza ante el enemigo, fué su burla despreciativa. Las armas inútiles en nuestras manos, sin balas y sin pólvora. Fué perdonarnos la vida .. porque pudieron des- trozarnos y ni morir era posible si no era a nuestras propias manos. ¿Para qué habían de matarnos si éramos suyos indefensos, rendidos?... ¡Ah, señor Arlequín! las ironías^ el desdén con que solíamos hablar de nues- tros males y nuestros defectos, la donosura con que motejábamos a nuestros gobernan- tes, la graciosa murmuración con que pon- derábamos sus listezas o sus desaciertos... Todo eso y nuestro vivir sin conciencia, con- tentos al señalarnos con el dedo unos a otros- para decir fllá va el pecador en vez de gol- pear cada uno a mano llena su propio pe- cho, diciendo: yo pequé, hasta que el cora- zón sangrara; todo eso que era nuestra vida» tan fácil, tan alegre, tan despreocupada, se ha sumado como un sarcasmo en la risa de los soldados enemigos que al vernos afrontar la muerte con insultos, que ya na nos quedaban otras armas, reían de nosotros — 81 — compasivos para que su risa fuera más hu- millante, y sin odio decían: jpobre genter ¿quién la envió a combatir? ¿Qué gente es esta? ¿Son locos o son niños? Y así noe tra- tarán, como a niños o a locos. ¡Qué vergüen- za, padre, qué vergüenza! ¡Malditos los que a ella nos trajeron 1 ¡Malditos los que nada hicieron por evitarla! ¡Malditos los que nun- ca pensaron en ella! Dest. y aún hemos de caer más bajo, que en vez. de aceptar cada uno su parte de culpa, aún pretendemos culparnos unos a otros y, ante la patria crucificada, será echar suerte sobre sus vestiduras. El ardor que no pusimos en combatir contra el extranjero, lo pondremos ahora en combatir unos contra otios, hasta que el extranjero mismo haya de poner paz en nuestras discordias para mayor ver- güenza. Arl. ¿No veis, amigos? Girasol y Colombina lle- gan... Mucho es su atrevimiento, que no estilla Ciudad para que mujeres solas anden por sus calles. ESCENA VI DICHOS, GIRASOL y COLOMBINA, por la segunda izquierda Arl. ¿Qué es esto, Girasol? ¿No temes al puebla alborotado? GiR. ¿No sabéis nada? Col. ¡Ah, es horrible! Hasta ahora no lo supi- mos... Leandro ha muerto. Arl. ¡Leandro! Flor. ¡Nuestro amigo Leandro! Lauro Óí. ¿No lo sabíais? Ha muerto como un roe... Dest. El Magnífico le hizo llevar a su palacio., GiR. íbamos a dejar estas flores sobre su razón. Arl. Que te amó tanto. GiR. Yo no sé si fué amor, pero como el amor hablaba, y para mí fueron los últimos pen- samientos de su vida. Quizá al morir, en ese hé- co- -. &2 — instante en que según dicen, paea con ra pidez toda nuestra vida por nuestro pensa- miento, pasé yola última, como una ilusión, como uü deseo que no pudo lograrse en la vida y con el alma abre sus alas para perder- se en donde todo es infinito. Col. j Pobre Leandro! Arl. Iremos contigo, Girasol, también nosotros llevaremos flores al que fué nuestro amigo de los días felices. : : Flor. Esperad. El Magnífico llega acompañando a Silvia. AuR. El MRgnífico por las calles sin su guardia, sin cortejo alguno. Lauro Sa corazón es grande y nada teme... ESCENA Vil DICHOS, CRISPÍN y SILVIA por la segunda izquierda Flor. Señor... Arl. Señor... Cris. El que fué mi señor ha muerto. ¿No lo sa- bíais? Con él murió Cris pin; sólo queda el Maguifion, una sombra vestida de uu ropaje señorial Quise ser yo quien lle>'ara a Silvia aiezar ante él... Yo fui testigo de su primer be^o de amor, cuando su corazón lleno de vida decía: Para siempre... Aboia... será el últiruo beso el que dirá... Ya nunca, que es también para siempre. El amor solo sabe decir palabras de eternidad... Silvia Llevadme pronto,.. No puedo más... Ah... JE^:a raujerl ¿Por qué Ilota? ¿Por qué lleva flores también? Cris. Ka Girasol. GiR. Señor, perdonad. Si yo hubiera s;.bido... Cris. ¿También eran para él esas flores? GiR. ' ^'o puedo negarla. Cris. Acércate. Silvia Vamon, vamos de aquí. No quiero verla, ofende mi dolor, le insulta. Cris. Dejadme No estaría bien que nos acompa- ñaras... Dame una de esas rosas y pon un — 83 -. beso en ella. Así... Ahora, bésala tú también. Yo te lo mego... Ponedlas todas sobre su corazón... Todos los amores de la tierra son un amor allá en el cielo... El alma es en la tierra mariposa, sus alas van hacia la luz a donde han de abrasarse, pero en tanto, las alas se fatigan y al reposar su vuelo en una flor o en otra se detienen. ¡Son todas tan hermosas! pero su vuelo era más alto, donde las flores son estrellas. ¡Allí en el alma ena- morada de Leandro, tú, la azucena del jar- dín virginal de sus amores, til, la rosa de un jardín de artificio, las flores de su vida, se- réis una flor sola, un solo aroma, en la cla- ridad de su alma... 'GiR. Gracias, señor... Cris. Vamos, Silvia. (SaJe Silvia y Crispín por la derecha.) ESCENA VIÍI DICHOS menos CRISPÍN y SILVIA Arl. El Magnífico tiene alma de poeta, como todos los picaros. Sabe que el sentimiento solo se purifica alambicándole... Estas dos mujeres, dejándose llevar d-: su natural,, naturalmente se hubieran insultado al en- contrarse. Un poco de amanerada poesía ha bastado para ennoblecer su dolor... Es pre- ciso componer la vida como una obra de arte, amanerarla con sentimientos artificio- sos, para suavizar sus rudezas... Los poetas debiéramos gobernar el mundo, le quitaría- mos brutalidad en fuerza de artificio... Flor. Os acompañamos hasta vuestra casa... La Ciudad no está muy tranquila Y los vene- cianos son atrevidos con las mujeres. Col. Son muy groseros. AüR. ¿Es que se han propasado contigo? Col. ¿Conmigo decís? De ningún modo. Arl. For eso te parecen tan groseros. (salen Colombina. Girasol, Arlequín, Florencio y Au- relio, por la izquierda.) — 84 ^ ESCENA IX EL DESTERRADO y LAURO Lauro ¡Feliz Leandro! Envidiable suerte la suya, hasta en la muerte. Toda su vida fué como un torbellino de acción que no dejó lugar a la tristeza del pensamiento. Vivió de la vida más que de sí mismo. Murió al empezar el combate en la exaltación de entusiasmo que aleja el temor a la muerte y no deja percibir la inutilidad del sacrificio. Así hubiera yo querido morir... con el entusiasmo de la esperanza, con la ilusión del triunfo. Ahora, los que sobr'ivivimos, ante la humillación de la patria, llegamos a dudar de nuestro propio sacrificio al defenderla... Dest. Sí, en esta hora todos parecemos igualmen- te culpables; por eso la voz más indigna de acusarnos, nos parece voz justiciera. Por eso no nos atrevemos a mirarnos unos a otros, por eso el odio se levanta amenazador entre todos... y el má3^or enemigo de la Ciudad no es hoy el extranjero. Lauro El pueblo solo espera la decisión del Mag- nífico al aceptar las condiciones de paz, para levantarse contra él... Dest. Y ¿no sabe ya en qué condiciones se trata- rán las paces? ¡Ay de los vencidos! dirán los vencedores... No es lo triste la humillación de esta derrota, lo triste es dejarse ven- cer por ella. Siempre podemos vencer a quien nos vence si sabemos resurgir del dolor fortalecidos. Pero, ya lo ves... después de la derrota es la misma inconsciencia de siempre... tan inconscientes en la tristeza y el desengaño como lo fuimos en la alegría y confianza, que todos sabían sin funda- mento y parecían tan fundados como si to- dos hubieran estado seguros de haberlos ci- mentado en el deber cumplido, en el amor a la patria... Y era el patriotismo cosa fácil, era creerse cada uno mejor que los demá?, solo porque veía las culpas de todos y con -^as- eso las suyas ya tenían disculpa... Como en corrillos de comadres se murmuraba y se reía de la graciosa habilidad que tuvo el uno para engañar al otro, cómo se lucró aquel a costa del tesoro de la Ciudad, cómo éste vendió la mercancía averiada y estotro burló una ley o la dictó en provecho pro- pio... Todo era ocasión de murmuraciones. Cómo nos divertíamos, hasta cuando pare- cíamos indignad!. s al exclamar: ¡bueno anda todo! jlos picaros gobiernan, los bribones campan! Y con desconfiar unos de otros, todos vivían confiados ,. cada uno se sentía superior a los otros y cada uno pensaba que él solo era el justo por quien la Ciudad había de salvarse, como en las bíblicas ciu- dades. (Música.) Lauro ¿Oyes? El Magnífico sale con ceremonia de 8U palacio. ¿Será el anuncio de la paz? El pueblo corre hacia su palacio. Yo debo ir también, debo defeoderle contra todos, su- ceda lo que suceda. ¿Qué harás tú, padre?... ¿Qué harás si el pueblo se levanta en contra suya? Dest. Compartir su suerte... El sabía lo que sería el despertar del pueblo y por si despertaba en él un alma, quiso que yo le despertara... el alma de la Ciudad despertó un momento al amor de la patria... pero fué una sacudida estéril, como evocación del espíritu en un • cuerpo muerto... Un fantasma, una som- ' bra... La j^ida fuerte y vigorosa, la plenitud de vida, lo que era neceí^ario para triunfar. . no podía ser... Ya desespero que pueda ser nunca... ESCENA X DICHOS, POLICHINELA y PANTALÓN por la derecha Sr. Pol. No puede ser... Debiéramos morir antes que consentirlo. Pant. No hay justicia en la tierra, no hay justi- cia... ¡Mi dinero, mi dinero!.. Sk. Pol. Es la ruina de mi casa. — 86 — Pant. Vos aún tenéis el consuelo de vuestra fami- lia, pero yo me veo a la vejez solo y arruina- do... Mi dinera, mi dinero... Dest. ¿Qué os sucede? ¿De qué os lamentáis? Si hubiera oído de lejos vuestros lamentos sin saber que erais vosotros los que os lamenta- bais, creyera que eran mujeres de las que lloran por sus esposos, madres de las que lloran por sus hijos. No creí que los hom- bres pudieran lamentarse de esa manera. Sr. Pol. Vos habláis como muy hombre, claro está,, como nada habéis perdido, que nada tenéis que perder y vivo está vuestro hijo y con esperanzas de una buena boda, que el bri- bón de Crispín a cuenta nuestra ha pactado la paz con los venecianos y ellos se compro- meten a defenderle y han de pagarle bien sus buenos oficios. Pant. Y nosotros lo pagaremos todo... nosotros que nos hemos arruinado por ofrecer cuanta teníamos para la guerra. Sr. Pol. Y yo que perdí un hijo, que un hijo era para mí Leandro y en mi casa ya nunca podrá haber alegría. Dest. De modo que, ¿se acordaron las paces? Sr. Pol. El Magnífico aceptó las condiciones... condi- ciones indignas... pagar una contribución de guerra a costa nuestra... Decid si esto es jus- ticia... entregar a los venecianos el puerto con sus fuertes, dejando libre, en cambio, la Ciudad... y para mayor ignominia, el Mag- nifií'O quiere que le aqompañemos en su galera, mucho es que no quiere que reme- mos en ella... a ofrecer en la suya al general veneciano la seguridad de nuestra fianza para que él ordene embarcar al punto a sus sol- dados y la Ciudad quede hbre de ellos... Farsa indigna que todos sabemos que el Magnífico quedará muy a salvo en la galera del general veneciano, mientras la guerra con los genoveees no termine... y a nosotros nos volverá a la Ciudad para que las gentes- soliviantadas por Publio, saqueen nuestras casas, atrepellen nuestras personas... Dest, No temáis. El Magnífico os retendrá a su lado mientras la Ciudad no se calme. ^ b7 — Pant. Yo no iré, no iré... Prefiero que me maten aquí. Yo no dejo mi casa. . no iré, no iré... Lauro El Magnífico Ue^a. Su guardia le abre paso: El pueblo se retira en silencio... Pero su si- lencio es amenazador. Sr. Pol. Debieran arrastrarle, que él nos ha traído a la ruina por ambicioso Pant. Y por torpe... Que pudo tratar con los vene- cianos y ellos nos hubieran pagado a nos- otros. Sr. Pol. Claro está que nos hubieran pagado y no que ahora hemos de pagarles nosotros... Pero al señor Criepín le convenía honestar su trai- ción a la Ciudad. Pant. Haciéndonos creer que debíamos ir a la guerra... Sr. Pol. Y como no faltó quien le ayudara a enga- ñar al pueblo... Pant. El que a todos nos acusaba de malos ciuda- dano?. Lauro Oh, callad, ¡miserables! Dest. No, deja que hablen... que acusen. Ya no sé si son ellos los que tienen razón... pero es muy triste cuando la Ciudad sangra por tanta herida abierta, cuando tantas voccS debieran clamar en nombre de cosas más altas, que sólo se alce sobre todos la voz de estos hombres que van clamando... ¡mi di- nero!... ¡mi dinero!... ¡Parece que toda el alma de la Ciudad era el dinero de estOB hombres! ESCENA XI DICHOS, el MAGNÍFICO y acompañamiento por la derecha Cris. Las paces han quedado firmadas, gracias a la generosidad del señor Polichinela y del señor Pantalón, aquí presentes. Ellos, con singular desprendimiento han consentido en salir fiadores con su hacienda, de la con- tribución exiüida por los venecianos. La Ciudad no hubiera podido pagar en tan corto plazo. La Ciudad está en deuda con ellos... — 88 — Pant. jBuena quedará la Ciudad para que nunca pueda pagarnos! Cris. Señor Pantalón, no desgraciéis vuestra gene- rosidad... Los soldados veneciano» embarcan en sus galeras y la Ciudad queda libre de extranjeros... Sólo el puerto y lo3 fuertes quedarán en su poder hasta que termine la guerra con los genoveses... Para consolidar . . el tratado de nuestras paces, debéis acompa- ñarme. En la única galera que nos queda iremos a ofrecer acatamiento al general ve- neciano, que por graciosa cortesía quiere que mientras permanezca anclada ante nuestra Ciudad, sobre bu galera almirante ondee nuestra bandera que hemos de llevar con nosotros... Al izarse será saludada con cincuenta cañonazos. El general veneciano quería que sólo fueran veinticinco, pero no cedí en esto y serán cincuenta, ni uno me- nos. Sr. Pol. _, Tenéis humor de chanzas todavía. Cris. No por cierto... Por lo mismo que nos han derrotado debemos dar más importancia a estos pormenores honoríficos. La historia en su día lo recoge todo... Embarcad ya, se- ñor Polichinela, y vos también, señor Pan- talón, que yo no tardaré en seguiros y no he de llevar otro acompañamiento. Hemos de zarpar en seguida. Pant. No, yo no iré... si no me obligáis por la fuerza... Cris. De ningún modo. Pero hacéis mal. En la Ciudad no estáis muy seguro. Pant. ¿Qué puedo ya perder... si todo se ha per- dido?... Ckis. Vos no me dejaréis, señor Polichinela. Ved que os necesito a mi lado. Volveremos a./ juntarnos sobre una galera... pero no como en otro tiempo para remar en ella. Esta bien puede ser, como suele decirse en usada imagen poética... la nave del Estado, que con tanto acierto hemos regido. Hay quien maldice de nosotros. Por eso conviene ale- jarse. Señor Pantalón, mal hacéis en no acompañarme. — 89 - Pant. Cris. Lauro Dest. Cris. XiAÜRO Voces No, no, dejadme... dejadme... Bien está. Así como así, de acompañarme todos los que yo deseara no cabríamos en diez galeras... Y sólo nos ha quedado ésta... No tardéis, señor Polichinela, pronto os sigo. (Vase Pclichinela por la Izquierda. Al Desterrado.) TÚ, que fuiste enemigo leal en mi grandeza, amigo fiel en mi desgracia... No embarquéis, señor... pensad en vuestra hija. No lleváis quien os defienda... Los venecianos rae hubierau defendido, pero no quiero defenderme. Sé lo que pre- paran... Publio y los suyos... y nada haré por evitarlo. Conviene que el pueblo crea que hace justicia. Con la ilusión de que sus males han terminado se levantará su abati- do espíritu... Dejadle creer que con Crispín y Polichinela los Crispines y Polichinelas acabaron. Yo sé que apenas haya embarca- do, Publio y su gente caerán sobre mí, la tripulación se unirá a ellos, saltará a tierra dejándome encerrado... para mi satisfacción con el señor Polichinela... y la galera, como si fuera en verdad la nave del Estado, arde- rá, arderá como arderla la Ciudad entera... si todas sus culpas no pesaran sobre mí tanto que sólo deseo purificarme. Así la Ciudad supiera purificarse de mí, como yo de ella.». No intentes detenerme ni seguir- me... Queda aquí, con tus hijos... salva su amor y el amor a la Ciudad en su corazón y en el de sus hijos... [Nuestra Ciudad! Ale- gre y confiada, que nunca pensó en su aso- lamiento, que oyó la voz y despreció el avi- so... Lauro, los brazos. En ellos dejo el cora- zón de mi hija. En los tuyos el corazón de la Ciudad. Paso al Magnifico... (vase por la izquierda.) ¿Qué te dijo, padre? ¿Qué piensa? ¿Es cierto que huye de la Ciudad? Que hizo traición y antes la guerra como la paz ahora sólo han sido un engaño más de Crispín... Oís... El pueblo lo dice... [Era verdadl (Dentro.) ¡A muerte los traidores! ¡Muera el traidor! Muera... muera... ¡Venganza! — 90 — Dest, Lauro Arl. Pant. Dest. PUBLIO Dest. FUBLIO Dest. PüBLIO Dest. Arl. Voces Pant. Voces Pant. Dkst. No, no es justo, no es justo. Han de oirme,, he de defenderle, (wás voces.) ¿Qué es esto? ¿El pueblo se arroja sobre él?" (Salen por la izquierda. Arlequín y Pantalón entran por la izquierda.) Huyamos... El pueblo enloquece. Asaltarán mi casa... Mi dinero, mi dinero. (Salen por la derecha. Voces, algún disparo Vuelve el Desterrado con Lauro en los brazos, muerto, por la izquierda. Después Publio por el mismo lado.) ¡Ahí ¡mi hijo! Han matado a mi hijo y no fué el extranjero... ¡Ciudad desventurada, madre de fatricidas... que al llorar por tus muertos has de llorar también por sus ase- sinos, que todos son tus hijos!... ¡Mueran los traidores!... Eh, ¿qué es esto? ¿Qué hicisteis? ¡Es mi hijo, mi hijol No fué culpa mía. Se arrojó a salvar al Mag- nífico cuando el pueblo hacía justicia... Sí, habéis hecho justicia... vuestra justicia. Los traidores entregaban al extranjero la bandera de la Ciudad y la hemos rescatado. ¿í;üs traidores? ¿Hablas tú de traidores? No, la bandera de la (.Mudad no puede estar en tus manos manchadas con sangre de la Ciu- dad, con sangre de sus hijos... Yo la arran- caré de tus manos... así. Y he de clavarla donde por fuerza ha de espantarte cuando quieras arrancarla... En el corazón de mi hijo... Ya vés cómo he de defenderla, clava- da en su corazón por mi mano... como en mi corazón el amor a la patria... Es mi alma y es la suya. ¡Es el alma de nuestra patria!... (Voces.) ¿Qué sucede? ¿Qué gritan? ¡Al loco, al loco! (Arlequlu y Pantalón entran por la derecha.) Es el señor Pantalón, las turbas saquearon su casa y ha perdido el juicio. ¡Al loco! ¡Al loco! ¡Mi dinero, mi dinero! ¡Al loco, al loco! ¡Mi dinero, mi dinero! Ven aqni, ¡miserable! Impiedad o locura, no clames así por tu dinero... Ya sé que para ti es eso nada más, ¡tu dinero!... Pero hay pala- bras más nobles para decir lo que vale tu — 91 — dinero... ¿Tú sabes lo que quiere decir... tu dinero?... La ruina de la Ciudad, su humi- llación... su vergüenza... la sangre de sus hijos... Pant. ¡Mi dinero... mi dinero! Dest. No, eso no... ¡Patria mía! ¡Hijo mío! (Telón.) FIN DE LA COMEDIA Obras de Jacinto Benavente PUBLICADAS EN TRECE VOLÚMENES, SEGÚN HAN SIDO ESTRENADAS. — Se VENDEN Á 3,50 PESETAS CADA TOMO EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS El nido ajeno, comedia en tres actos. Gente conocida, comedia en cuatro actos. El marido de la Téllez, comedia en un acto. De alivio (Monólogo). Don Juan, comedia en cinco actos. (Traducción.) La larándula, comedia en dos actos. La comida de las fieras, comedia en cuatro actos. Cuento de amor comedia en tres actos. Operación quirúrgica, comedia en un acto. Despedida cruel, comedia en un acto. La Gata de Angora, comedia en cuatro actos Por la herida, drama en un acto. Modas, sainete en un acto. Lo cursi, comedia en tres actos. Sin querer, boceto en un acto. Sacriñcios, drama en tres actos. La Gobernadora, comedia en tres actos. El primo Román, comedia en tres actos. Amor de ainar, comedia en dos actos. Libertad, comedia en tres actos. (Traducción.) El tren de los maridos, cojiedia ^n dos actos. Alma triunfante, comedia en tres actos. El automóvil, comedia en dos actos. La noche del sábado, comedia en cinco cuadrosr Los favoritos, comedia en un acto. El Hombrecito, comedia en tres actos. Por qu4 se ama, comedia en un acto. Al natural, comedia en dos actos. La casa de la dicha, comedia en un acto El dragón de fuego, drama en tres actos. Richelieu, drama en cinco actos. (Traducción.) Mademoiselle de Belle-Isle, ídem id. La princesa Bebé, comedia en cuatro actos. tNo fumadore8y y chascarrillo en un acto. Rosas de otoño, comedia en tres actos. Suena boda, comedia en tres actos. (Traducción.) El susto de la Condesa, diálogo. Cuento inmoral, monólogo. Manont Lescaut, drama en seis actos. Los malhechores del bien, comedia en dos actos. Las cigarras hormigas, juguete cómico en tres actos El encanto de una hora, diálogo. Mas fuerte que d amor, drama en cuatro actos. El amor asusta, comedia en un acto. Los buhos, comedia en tres actos. La historia de Ótelo, boceto de comedia en un acto Los ojos de los muertos^ drama en tres actos. Abuela y nieta, diálogo. Los intereses creados, comedia de polichinelas en dos actos Señora ama, comedia en tres actos. El marido de su viuda, comedia en un acto. La fuerza bruta, comedia en un acto y dos cuadros. Por las nubes, comedia en de s actos. La escuela de las princesas, comedia en tres actos. La señorita se aburre^ comedia en un acto. La losa de los sueños, comedia en des actos. La Malquerida, drama en tres actos. El destino manda, drama en dos actos. El collar de estrellas, comedia en cuatro actos. La propia estimación, comedia en tres actos. Campo de armiño, comedia en tres actos. La túnica amarilla, leyenda china en tres actos. (Traducción.) Xa ciudad alegre y confiada, comedia en tres cuadros y un prólogo. (Segunda parte de Los intereses creados.) Z AIIZTJBI1.-A.S Teatro feminista^ un acto, música de Barbero. Viaje de instrucción, un acto, música de Vives. La sobr esalienta, un acto, música de Chapí. La copa encantada, un acto, música de Lleó. ^odos somos unos, un acto, música de Lleó. ^- «1 l.i.i m i i m iiiii \P\ s Precio: DOS pesetos